Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

31 de decembro de 2007

Debilidad

Pensar en la noche que se avecina me provoca un cansancio terrible, con perdón de una fiesta tan respetable. La última noche que salí sólo quería dejarme caer, dormir, desprenderme de todo pensamiento y de todo latido. La sensación no era estrictamente de sueño; era de agotamiento, de extinción anímica. Pero la sensación era bien parecida: cada vez que tomaba conciencia de lo que quedaba por andar, del tiempo que me restaba de pie, me entraban mareos. Y me dejaba caer un poco, como en una conferencia aburrida, para rescatarme en el último instante, justo antes de desplomarme en público.

Aquella noche, yo caminaba por la calle, arrastrando con ruido la respiración en el silencio y la niebla. En la mitad de una larga curva, sobre un muro, vi un altar de flores y velas bien conocido en la ciudad, en memoria de un chica atropellada en la acera. Hay quien dice que es excesivo mostrar luto durante tantos años, que es exagerado en aquella forma y en aquel lugar, y que el santuar
io sólo sobrevive gracias a la permisividad de las monjas propietarias del muro. Son los mismos que tal vez no entiendan un post depresivo. A mí, por el contrario, las muestras de dolor me producen un profundísimo respeto. Quizá porque a menudo trato de imaginar cómo encajaría yo las desgracias ajenas, y no paso la prueba.

Aquélla fue una noche de típicas ocurrencias depresivas, aunque impropias de mí. Al pasar junto al altar, noté la cercanía de los coches que me sobrepasaban tomando la curva a gran velocidad, sacudiendo el aire a mi alrededor, bufándome en la nuca. Y me pareció ser un jugador más de la ruleta rusa. Y que nuestra muerte seguramente será parecida a la que aludía el altar, una muerte imprevista, emboscada. Pensé que, en aquel estrecho desfiladero, un pequeño detalle podía cambiarlo todo. O no cambiar nada. Pues quizá un error de trayectoria vendría tan sólo a acelerar un hecho indefectible, un hecho que podría haber sucedido ya hace años sin suponer grandes pérdidas.

Al salir de aquel paso sombrío, tuve una clandestina sensación de supervivencia, de haberle robado una prórroga al mundo. Mis pasos siguieron repicand
o en el silencio, accidentales, intrascendentes, mientras contemplaba, como un regalo, las torres de la catedral flotando en la distancia sobre la niebla.

Imagen: Caspar David Friedrich, Paisaje invernal (1811)

30 de decembro de 2007

El dolor: viceversa

"... esa disposición de ánimo puramente objetiva la facilitan y la promueven exteriormente los objetos que se nos ofrecen, por la exhuberancia de la naturaleza bella, que seduce y atrae a su contemplación. Siempre que de improviso aparece a nuestros ojos y, aunque sea sólo por instantes, nos sustrae a la subjetividad, a la esclavitud de la voluntad, y nos traslada al estado de conocimiento puro. Por eso, quien está atormentado por las pasiones o por la miseria y la preocupación se alivia, se serena y se anima repentinamente con una única mirada libre a la naturaleza; la borrasca de las pasiones, la opresión del deseo y del miedo, y todo tormento de la volición se calman enseguida de un modo admirable. Pues en el instante en que, liberados de la volición, nos abandonamos al conocimiento puro, sin voliciones, es como si entráramos en otro mundo donde todo lo que mueve a nuestra voluntad y nos sacude violentamente no existe."

Arthur Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación. Libro tercero, 38.

Imagen: Agurdión.

27 de decembro de 2007

El dolor

De repente, quedamos tendidos en la calzada, con la boca abierta y mirando al cielo. No sabemos lo que ha pasado, ni sabemos lo que va a pasar, pero tampoco nos interesa. Somos puro dolor, puro sufrimiento. Toda nuestra existencia se concentra en un único sentimiento: el ansia de resolución, de que todo pase, aún a costa de nosotros mismos. Y acometemos cada nuevo segundo tratando de fugarnos de nuestro cruel pellejo.

La fantasía de los hombres ha colocado la muerte en una cima cargada de espiritualidad, para lo que aduce el fin de muchos grandes personajes que han encontrado, mirando al cielo, la inspiración para una frase gloriosa. Por desgracia, sospecho que la mayoría de las muertes humanas son mucho más prosaicas, y si en ellas apenas queda tiempo para despedirse de uno mismo, menos aún para ponernos un epitafio.

Tendidos sobre el asfalto, la lluvia en la cara, la sangre en la boca, el cielo no dice nada. No hay mirada que nos reconforte, ni mano que nos alivie. Porque no hay nada que podamos conocer excepto el dolor que nos muerde por todas partes. Si nuestra felicidad anida en el mundo que nos rodea -en un valle, en una mujer, en una nube-, en ese momento estamos justo en la otra punta. En un lugar dónde sólo existe el presente, sólo un yo hipertrofiado que podría ser cualquier otro, y que nos impide saber qué animal somos.

El dolor es un monstruo que nos espera, un animal que acecha paciente bufándonos en la nuca, pues sabe que su momento llegará tarde o temprano. Justo entonces no hallaremos una sola palabra para describirlo.

Imagen: Otto Dix, Soldado herido (otoño de 1916, Bapaume)

8 de decembro de 2007

Placeres extravagantes

El placer estético tiene a veces caminos controvertidos e impopulares. El público no siempre está dispuesto a escuchar una opinión. Hay una legión de personas prestas a humillar la más mínima excentricidad, en defensa de una supuesta sensatez. Sin embargo, la belleza está en las antípodas de las recetas ampliamente consensuadas de la industria de la cultura.

Si hoy buscamos en cualquier sitio de internet información sobre el compositor Karlheinz Stockhausen, lo más probable es que nos encontremos que se aluden sus polémicas declaraciones sobre el 11-S en Nueva York. Unos días después de los atentados, en una conferencia de prensa, dijo textualmente que "lo que sucedió allí es la mayor obra de arte que haya existido jamás". Debido al revuelo que se suscitó, hubo de pedir disculpas y matizar sus palabras, aludiendo a que quería referirse al papel de la destrucción en el arte. Pero resultó inútil.

Stockhausen, recientemente fallecido, ha vuelto a ser recordado en los medios por aquel episodio. Y es que, pese haber sido el músico alemán más importante de la segunda mitad del siglo XX, una opinión polémica puede resultar más sugerente para la audiencia. Hay muchos que podrían sentir su inteligencia reconf
ortada al saberse más sensatos que las grandes eminencias de las artes. Pero Stockhausen no será censurado por quienes han pensado la belleza alguna vez, y han advertido sus múltiples caras; ellos saben bien lo que quiso decir, aunque no compartan su opinión.


Muchas veces, el artista se sustrae de la coyuntura de la vida, en busca de ciertas categorías universales. Esta especie de visión trascendente, despegada de los hechos particulares, tiene todos los ingredientes para ser rechazada por la opinión predominante de un momento dado. Por esto, la experiencia estética es antes individual e íntima que un fenómeno de masas. Sólo así puede sostenerse su dimensión reflexiva, crítica, que aspira a desmarcarse de los criterios de gusto y de aceptación.

Y es que a menudo se confunde la experiencia estética (intelectual, interpretativa, consciente) con la reacción inmediata, automática, inconsciente ante objetos hipercodificados producidos para el consumo masivo. Por ejemplo, unas zapatillas Converse con un diseño 'muy original' poseen una interpretación de fábrica, y no han sido concebidas para recibir una nueva. Hacerlo, en todo caso, constituirá una excentricidad y una pérdida de tiempo. Se trata de un planteamiento antiarte causado por una confusión sobre lo que significa el arte. No obstante, también el arte tradicional es susceptible de entrar en la dinámica de la 'opinión estándar', como fácilmente demuestran la Gioconda o la Primavera de Vivaldi.

Lo que digo no es un reproche. Simplemente una constatación. La cultura de masas existe, nosotros vivimos en ella y a veces también nos seduce. El problema es que a veces la opinión estándar, ingenua y trivial, se vuelve despótica, se impone como modelo. Mientras tanto, aunque pretendan un universal, las opiniones estéticas son tantas como individuos. En ese contexto es donde debemos entender que las palabras de Stockhausen constituyan un agravio a la moral y al gusto.

Renunciar a un placer extravagante, a una belleza encontrada en condiciones no consensuadas, es un despilfarro que no lo hace a uno mejor persona. Pero no es necesario publicarlo, refrendarlo en los demás. Ahora bien, si toda emoción ha de ceñirse a lo politicamente correcto pensemos qué nos queda. Si yo debo sentir repugancia al mirar un documental de Leni Riefenstahl, o entender Muerte en Venecia como una apología de la pedofilia, mientras que, al contrario, tengo que alucinar con la violencia de Tarantino (justo porque está hipercodificada) me condeno al aburrimiento.

Foto: Karlheinz Stockhausen (AP)

1 de decembro de 2007

La victoria

La victoria es el pulso de la vida. Destello de luz en una noche inmensa. Latido fuerte que nos atenaza un instante, y que luego nos abandona. Pajarito caprichoso, que se posa en nuestra ventana, y rápido levanta el vuelo. La casualidad, que circunstancialmente nos coloca encima y nos hace poderosos. Y, mientras estamos arriba, la suerte no importa: la victoria nos es merecida, nos pertenece, la llevamos en nuestra sangre. Hemos nacido triunfantes en el orden natural.

Pero la victoria puede producir una profunda melancolía. La noria nos levanta velozmente por encima de la ciudad y, en el mismo gesto, nos devuelve al suelo. Todo ascenso tiene una complicación necesaria: el aterrizaje. Apenas alcanzamos la cumbre de la montaña, miramos extasiados los valles circundantes, su vida diminuta, la inmensidad del espacio penetrada por el sol del crepúsculo. Se hace tarde, y nos espera el camino de vuelta. Sentimos el vacío, el silencio cavernario del otoño, de la noche, de los cementerios, justo antes de comenzar el descenso.

Imagen: Victoria de Samotracia. Escultura helenística de la escuela rodia.

17 de novembro de 2007

El 'meme' (y dos)

Voy a escribir esa lista de ocho cosas que mencioné en la entrada anterior. Pensé que sería más fácil, pero no he tenido buenas ideas. Así que voy a aprovecharla como punto de partida para un trabajo de facultad, uno que tengo que hacer para la asignatura de Estéticas sobre el fenómeno 'kitsch'.

'Kitsch' es un nombre o adjetivo peyorativo (al menos de partida) que hace referencia a determinado tipo de obras y de creaciones culturales, y al gusto que les da soporte, o sea, el 'mal gusto'. En alemán, literalmente significa 'cursilería' o 'mamarrachada'. Por su parte, la RAE lo define como un objeto “pretencioso, pasado de moda y considerado de mal gusto”, mientras que la wikipedia se extiende situando lo kitsch y lo artístico en planos antagónicos.

Las definiciones, no obstante, no parecen acabar de precisar a qué clase de objetos nos referimos, ni cuáles son sus características formales. Más allá de un elenco ilustrativo de ejemplos, la apreciación del kitsch, como en todo fenómeno estético, no es unánime y resulta imperceptible para una sensibilidad desentrenada. Por otra parte, cuando se usa coloquialmente, a menudo alude a una realidad vaga, cogida por los pelos, que tiene algo de vulgar, de barata, de hortera.

Esta lista es una opinión personal, una toma de contacto con el tema, y puede ejemplificar lo variado que me parece de primeras el fenómeno kitsch. ¿Qué es lo que tienen en común cosas tan distantes como...

1. Esos extraños altares de baratijas que todos tenemos en algún lugar de nuestra sala, quizá encima del televisor, con sus platos conmemorativos, sus figuritas clasicistas de porcelana, sus ceniceros que ponen 'para el mejor padre' y sus souvenirs 'recuerdo de la Alhambra'. Todo ello perfectamente colocado, con las distancias calculadas.

2. El mundo de la bisutería, cuyo origen está en la imitación barata de las joyas. Con el tiempo, la bisutería se ha ganado un lugar respetado al margen del mundo de la joyería. Entonces, la bisutería imita a la bisutería, el kitsch se reinventa con adornos femeninos producidos en serie y de materiales plásticos. Se trata también de baratijas.

3. Kitsch son, a mi juicio, los locales de ocio (bares, pubs, casinos) que se dotan de una ambientación historicista (aunque sea como parodia), con la subyacente pretensión de prestigiar el lugar en cierto sentido. Por ejemplo, tengo en mi cabeza varios pubs de Lugo que han buscado una ambientación clásica o a la romana, incluyendo frisos con epígrafes, columnas y capiteles corintios de cartón piedra, realizados con el mayor detalle, y en algún caso más ambicioso, una bóveda de casetones. El mismo concepto recogen todos aquellos bares que se crean a imagen y semejanza de un pub irlandés, y que explotan la estética de lo antiguo, de la madera gastada y de las paredes saturadas de recuerdos, aunque hayan sido decoradas en una tarde. En la misma línea, son kitsch esos chalets que se construyen imitando a castillos medievales, y que para ello tienen almenas y torres, a veces incluso circulares.

4. El escudo actual de la ciudad de Roma, con la alusión al histórico acrónimo del Senado y el Pueblo de Roma. Como las famosas iniciales ya han perdido por completo su significado original, se entiende que se trata de una cita con la primaria intención de prestigiar el emblema. Es un caso que me parece llamativo, pero en cualquier caso la heráldica de hoy es kitsch. Destacan particularmente esos escudos de armas familiares que algunos se han hecho para colgar de la pared. Los motivos pueden proceder de los apellidos, o simplemente ser inventados.

5. Cualquier artículo 'del palo' que se venda en un mercadillo, sea ropa, perfumes o relojes. De nuevo se trata de objetos hechos para prestigiar a quien los lleva a bajo precio, pero a costa de su falsedad. Y es que el kitsch va acompañado de cierta inconsciencia: uno sabe que su castillo no es un castillo, pero piensa que lo parece, y eso es suficiente.

6. Un desfile de los Coraceros Reales, por ejemplo. O la Guardia Suiza Pontificia . O el traje de los toreros. Se trata de indumentarias de época, mantenidas por tradición y que carecen de justificación funcional. Están concebidas para la exhibición. Una exhibición que prestigia a sus actores y a su público, en tanto que se sienten herederos de la tradición. Eso sí, en este caso no hay producción seriada, y no se trata de baratijas.

7. Las propias personas, en tanto forman parte del mercado del sexo. No se trata tanto de que las personas sean kitsch como de que lo sea su imagen, revestida de un acabado industrial, seriado, que resulta publicitariamente fácil y muy rentable. Y en ese mercado, el fetiche, la baratija, desempeña un rol similar al de la propia carne. La mercantilización del sexo ha dado lugar a una serie de estereotipos visuales sobre la mujer inéditos en toda la historia. La posesión de tales estereotipos, que se reproducen por imitación, constituye, entre otras cosas, una fuente de prestigio.

8. Ciertos aspectos del diseño que he hecho para este blog, como por ejemplo el uso de una tipografía caligráfica inglesa para el título y las secciones. Es otro ejemplo en que la forma no se justifica en necesidades funcionales, sino que busca simplemente un efecto estético. La caligrafía inglesa es una modalidad barroquizada de escritura a mano que no se usa en imprentas u ordenadores, a no ser con un sentido enfático. Encierra algo de dignidad esta letra, algo de clasicismo, que a veces ralla en lo cursi. De nuevo, lo reconozco, se trata de una cita historicista, una imitación económica de una forma reputada.

3 de novembro de 2007

El 'meme'

Recojo la encomienda del Pastor Eléctrico sobre una cosa que se llama 'meme'. Yo no sé lo que es un meme; él me dijo que se trata de una unidad de una cadena de reenvíos, es decir, lo que sería aproximadamente uno de estos correos que nos mandan a veces y que dicen: 'envíalo a otras tantas personas'. Así se crea un árbol de reenvíos que va multiplicando sus ramas exponencialmente. Busco meme en Wikipedia. Dice que se trata de la unidad mínima de transmisión cultural. Debe de referirse a lo mismo, pues la transmisión de la cultura sigue justamente este esquema arbóreo.

Pues bien, el encargo del Pastor consiste en hacer una lista de ocho cosas, las que sean, y ponerla en el blog. He estado dándole vueltas, y todavía no tengo idea de lo que hacer, aunque tengo tres o cuatro posibilidades. Cualquiera que elija, la lista me va a quedar larga, pues creo que cada elemento de ella va a necesitar de una buen explicación. Así que la lista vendrá en el siguiente post. Por cierto, se supone que tengo que pasar el encargo. Bueno, no me veo con mucha capacidad de convocatoria... además, soy de esos que no suele reenviar los correos. Pero vaya, que sin quererlo, la propuesta está hecha.

Quien lea esto queda invitado, que digo, conminado, a hacer una lista de ocho cosas y ponerla en su blog. Incluso Perzival, que me va a decir que sólo escribe artículos serios, puede currarse alguna originalidad sin faltar a sus principios.

1 de novembro de 2007

Luz de cruce

Noviembre es un mes extraño. Es uno de esos tiempos de transición donde no se hace nada, porque es demasiado pronto para unas cosas, pero demasiado tarde para otras. Como abril, como los domingos, como las tres de la tarde, noviembre es un túnel, y la vida está en sus extremos.

Noviembre es un tiempo de espera en que nunca nada sucede, pero se espera todo. Es una tierra yerma, un erial desde donde se divisan lejanos valles verdes. Es un rayo de sol, un soplo de viento, un instante plácido que se esfuma sin dejar recuerdos.

Es tan sutil noviembre, tan etéreo, que tengo que apuntármelo para no olvidarlo.

27 de outubro de 2007

El desorden

Ayer, terrible despertar de resaca; hoy, de gripe. Casi lo mismo.

El alcohol o la fiebre me provocan un sueño parecido, conturbado y desagradable. En la cama, la cabeza me da vueltas, produciendo sin cesar imágenes quiméricas, extraños razonamientos que, en el momento, parecen tener sentido. Son delirios, fantasmas que se aparecen entre el sueño y la vigilia, y no importa el rostro con el que se muestren, pues es su insistencia y su falsedad la que causa espanto.

La diferencia entre los sueños y los delirios es que en los primeros estoy dormido, son una corriente que riega mi conciencia cuando está quieta, y va suturando sus heridas. Los sueños son voces que me cuentan algo, que fluyen como la sangre por las venas. Por el contrario, los delirios me anegan la conciencia, la obstruyen y ciegan, la arrasan, como una riada, llevándose todo a su paso, desbordando en la vigilia. Y no me dicen nada, gritan una y otra vez una palabra inventada, hasta el punto de hacerla parecer real.

El sueño pone en orden el caos de la vida. C
uando lo veo todo patas arriba, soñar suele reponerme de la confusión. Las cosas parecen un poco más claras cuando me despierto. Pero el delirio me provoca todo lo contrario, hace de lo que estaba bien un yermo de desorden, de árboles caídos. Y sólo estando muy despierto, dejando que avance el día, puedo restituir un poco la armonía perdida y recomponerme.

La confusión no es una cualidad propia del mundo que nos rodea, sólo un reflejo del estado de nuestra alma. La mayoría de las veces que nos encontram
os mal, no es necesario cambiar nada ahí fuera; basta tal vez con un poco de música, con mirar un poco por la ventanilla del autobús, y recrearse en la intensidad del verde de la hierba, en las luces que vienen, y se van. Entonces, me despierto, y penas y alegrías vuelven a ocupar el lugar que les corresponde en la estantería de la mente: nada ha cambiado, pero todo vuelve a estar en su sitio.

Imagen: Johann Heinrich Füssli, La pesadilla

14 de outubro de 2007

Tormenta

No se puede dormir. Con la impaciencia, no se puede dormir. No se puede dormir en las grandes ocasiones. Se avecina tormenta. Salto de la cama y subo a cubierta, cuando todos todavía duermen. Y el viento me golpea la cara. El sonido informe, cavernario del trueno ronca desde los abismos del mar y las aguas se encrespan, y las nubes se enredan en una vorágine.

No hay confianza posible. El amor es una escurridiza liebre, y no conviene pararse a razonar con ella la situación. Es necesario ser lo más malvado posible. Callarse los pensamientos. Construir una muralla contra la verdad, pues la verdad es destructiva. El mejor polvo es siempre aquél que procede del engaño; aquél que nadie conoce ni juzga, ni siquiera uno mismo. Que se materializa en silencio, de espaldas al mundo.

Imagen: El barco, Salvador Dalí

25 de setembro de 2007

Nocturno

Hoy ha venido alguien. Es una sombra que está en la orilla, sentada en la arena. No sé qué quiere, qué ha venido a hacer aquí. La miro sin pudor, porque no puede verme. Contempla hipnotizada los destellos del río, mientras el borde de su falda flota en él. Me cuelo por ahí. Me infiltro en el tejido y asciendo lentamente, como una marea, sembrando humedad. Y voy con mi aliento acariciando sus piernas, estrechando su cintura entre mis brazos. Mientras, los sapos cantan.

Imagen: El cíclope, Odilon Redon.

16 de setembro de 2007

La ventana



Llevo diecisiete años mirando por la misma ventana, la ventana de mi habitación. Es una vista amplia, despejada, abierta a un extenso patio de manzana atravesado por las uralitas de naves bajas y almacenes. Se corta en una pared de viviendas, un muro irregular, lleno de galerías, con su color blanco envejecido cayéndose a pedazos. Más allá, el perfil de Lugo, con sus tejados grises y azulados, amontonados con sus diferentes formas y texturas, en un abigarramiento bien parecido al de un burgo medieval, y coronados en la distancia por las dos torres de la catedral.

En los días despejados, la vista llega más lejos. En el lado derecho, se abre la campiña, con densas arboledas verdes, con sus campos acostados como un cojín lleno de remiendos, y en el horizonte el monte de Páramo. A la izquierda del cuadro, en cambio, se ven montañas más borrosas, más solemnes, azules en verano, blancas en invierno: son los Ancares y las montañas de León, y por allí sale el sol cada mañana.

Fuera de que sea una vista de ventana (quizá más amplia de lo que la gente suele padecer en las ciudades), como paisaje podría ser para cualquiera anodino y vulgar; una perspectiva urbana chapucera, desordenada y hasta pobre. Sin embargo, pasados los años, yo lo siento como un lugar amable y familiar, donde la vista descansa, donde todo permanece en orden, equilibrado en sus espacios y en sus tiempos. Es un semblante sugestivo, sólido pero emocionalmente vivo, que evoca el hogar y la intimidad de los escondites. Un pacífico mar interior que bulle como un todo autónomo, y donde desemboca como un eco la respiración urbana.

No se trata de una cuestión estética, sino de afecto. Y el afecto es siempre una cuestión de tiempo. Nuestra propia identidad se desarrolla en paralelo a los afectos que crecen o mueren en nosotros. Así, la palabra paisaje no hace referencia a una realidad técnica, de tipo geológico, sino a una construcción cultural, a una manifestación de la identidad humana con profundas implicaciones emocionales. El paisaje nos ubica, acota nuestro hogar. De hecho, se ha vinculado el sentimiento de desarraigo y la deslocalización que padecen determinadas sociedades con aspectos como el sprawl o la rapidez de los procesos urbanizadores.

Hay un efecto conocido de especial impacto. Le llaman síndrome de Rip van Winkle, y hace referencia a esos despertares, muy recurridos en el cine, de quienes se han pasado muchos años en coma. En el caso del paisaje, se aplica a esa extraña y a veces dolorosa sensación de regresar, tras un tiempo ausente, a un lugar querido que aparece desfigurado. Es justo ésta la forma en que mueren los paisajes.

Los paisajes, como todo, también mueren. La diferencia es que ahora lo hacen de repente, y no como consecuencia de milenarios procesos geológicos. Antes se entendían las peñas, los valles, como construcciones para la eternidad, que de alguna manera estaban ahí porque así debía ser. Ahora en cambio, todo puede cambiarse de sitio o, en un descuido, romperse. El paisaje es un enorme armario cargado de figuritas de porcelana: cada día que pasa sin que se rompan, parece un milagro.

8 de setembro de 2007

Agua del Lete

Desde hace tiempo, tenía pendiente escribir algo sobre el título que lleva este blog y, por extensión, sobre la idea que yo mismo tengo de este espacio, sobre su origen y su finalidad. Ahora que va a cumplir un año, me parece que podría aprovechar para decir algo, y para recordar de paso cómo fue el principio.

El Lete, o Leteo, es un río de la mitología griega, uno de los cinco que atraviesan el Hades. Beber de sus aguas provoca el olvido. Precisamente 'lethe' significa 'olvido' u 'oculto' en griego, mientras que la 'verdad' es la 'aletheia' (literalmente 'no-olvidadizo'). Algunas versiones cuentan que el Lete era el río del que bebían las almas antes de reencarnarse, para olvidar así su vida pasada.

'En la orilla del Lete', por tanto, se refiere a la proximidad del olvido, donde inevitablemente se mezclan las connotaciones de caducidad y muerte. Abierto queda si es una estancia forzosa, no deseada, o si se trata de un impulso primario indefinible, una pulsión casi pasional hacia la muerte, hacia la autodestrucción.

Este título es consecuencia de una decisión apresurada. Por eso me he sentido un poco incómodo con él en algunas ocasiones. Lo elegí para presidir una serie de entradas de perfil literario (principalmente extractos de otros autores) escritas en un fotolog. Trataba
de hacer un refugio ocasional de la conciencia, con un tono casi privado, y de hecho pasó tiempo hasta que publicité el enlace.

No tardé mucho en aburrirme de Fotolog, dada su escasa calidad formal y su orientación coloquial, enfocado primariamente a las relaciones sociales (cosa que me parece respetable, pero que no se ajusta al perfil de este blog). Blogger, como solución flexible y elegante, con infinidad de posibilidades, me pareció apropiado par
a continuar escribiendo. Y seguí haciéndolo, aunque con altibajos, bajo el mismo título.

Pero, ¿escribir lo qué? Bueno, no lo sé muy bien. Escribir lo que surja sobre la marcha, independientemente del perfil de los visitantes, siempre con un marcado tono subjetivo y, en intención, poético. De entre los tipos de blogs que normalmente se tipifican, éste es, con sus matices, un blog personal. Ya no porque su protagonista sea yo mismo, al menos en términos literarios, sino porque su propia escritura es un fin en sí mismo. Es decir, cualquier palabra dicha ha cumplido para mí plenamente su función, al margen de que no haya sido leída por nadie.

Lo que es este blog tiene que ver con lo que es el Lete: un lugar oculto, como los cavernarios salones de la pintura del paleolítico, como los esotéricos signos de los grafiteros, antes marcas territoriales, sacros emblemas protectores, que herramientas de comunicación. En la orilla del Lete, la palabra se basta en sí misma, porque se dice a escondidas, se susurra. Es un vestigio, un fósil en una tierra de nadie, en un limbo cementerial. Es ese pensamiento fugaz, esa visión total que se tiene antes de morir, y que persiste mezclada con el polvo de la ribera. Una recapitulación vital que sirve para seguir viviendo, para reencarnarse. El Lete es agua de muerte y de vida.

*Imagen: botella de agua de Lete. No es una broma. Hace unas semanas estuve en Italia, donde embotellan un agua mineral con este sello.

12 de agosto de 2007

Horizontes

¡Qué difícil es sobreponerse a la propia mente! Pues la mente es eterno horizonte de la vida. Pues es ella quien rige todo destino, quien condiciona toda alegría, toda pena. No hay, fuera de ella, argumento o razón suficiente, ni hay voluntad que no proceda de la mente misma.

Todo lo que somos está ahí. Si no nos gusta, mala suerte. Constantemente afrontamos las propias limitaciones con la extrañeza de reconocerlas y de ser incapaces de ponerles remedio. Y es que sólo podemos cambiar nuestra cabeza usando nuestra cabeza, y esto complica las cosas.

Fuera de nosotros, no hay ninguna razón objetiva para la felicidad; las razones las decide caprichosa la mente. Esto nos deja solos para reponernos de la frustración, para racionalizar la tristeza, para modular la euforia... No es difícil; muchos lo consiguen. Pero, en esos casos, nunca es por una determinación puntual, por una visión repentina del deber, por una voz milagrosa que espolea: "ánimo chico, debes ser optimista".

Porque todo pensamiento, todo impulso vital, o mortal, es producto de una inercia profunda e insondable que se remonta a la infancia, y de la que muchas veces somos los últimos responsables. Nuestra psicología constituye un animal enorme, lento y testarudo, un mastodonte difícil de gobernar, anclado en la costumbre y en etapas olvidadas de la vida. Y todo intento por disciplinarlo sólo toma cuerpo a largo plazo, a veces de la forma menos deseada.

27 de xullo de 2007

De la belleza (II)

“Parece que la belleza no requiere de grandes escenografías; está hecha de cosas pequeñas, y puede darse con ella de improviso, al doblar una esquina.”

La idea planteada en la anterior entrada de este blog viene a ilustrar una concepción que hoy en día, y desde hace relativamente pocos años, define la esfera del arte. Y es que creación artística y disfrute estético parecen hoy fenómenos populares, accesibles para cualquiera, e incluso recomendables. Hay dos tendencias que refrendan este planteamiento, aunque con argumentos muy distintos:

Por una parte, está la tendencia oficial y académica, que encuentra en la trayectoria de las artes recientes una democratización del hecho artístico. Para ello se basa en la tendencia transgresora, insubordinada e incluso autodestructiva que el arte desarrolla en el siglo XX, a la que la propia Academia se ha visto obligada a adaptarse. En consecuencia, lo canónico pierde vigencia en favor de lo rabiosamente innovador, y lo consensuado se devalúa frente a lo controvertido. En este escenario, al margen de su extracción social o cultural, cualquier individuo es en teoría susceptible de disfrutar en un museo, e incluso de aportar algo al arte y a su historia.

Por otra parte, está la tendencia popular. Las viejas creaciones populares viven un momento de esplendor de la mano de los medios de comunicación de masas, que las han amplificado e insuflado de resabios de la llamada ‘alta cultura’, pero asumidos como originales. H
oy es tal la influencia de estos medios, que el más pintado tiene filiaciones musicales, literarias o cinematográficas. Esto es una buena noticia, pero no puede olvidarse que el sistema es imperfecto y tiene serias disfunciones. Muchas veces barato y aparentemente fácil, el arte contemporáneo ha sido marcado popularmente con el estigma de la desconfianza, del ‘como cualquiera puede ser artista, ¿nos estarán engañando?’. Esto en el mejor de los casos. Porque buena parte de la cultura popular desprecia olímpicamente el paradigma académico, todavía dotado de un perfil aristocrático a pesar de los esfuerzos por universalizarlo.

El alcance de este fenómeno parece demostrar que el arte contemporáneo, al menos en su perfil más oficial y eminente, ha fracasado en su vocación democrática. La música contemporánea, por ejemplo, ha dejado al margen a buena parte de la sociedad, que la sigue viendo como un producto exclusivo, intelectualmente inaccesible, por lo que ha desarrollado y mantenido sus propias formas musicales aclimatadas al contexto mercantil de los medios de masas. Aquí, para muchos, se desarrolla el verdero arte.

Sin olvidar que las fronteras entre lo ‘académico’ y lo ‘popular’ no son nada evidentes,
parece subsistir cierta recíproca desconfianza. En selectos niveles, las artes tienden a configurarse como escondites microcósmicos, excluyentes, donde a veces prima una búsqueda identitaria antes que estética. Bien que la cultura de masas sea efectivamente popular, bien que la Academia haya enterrado mucho de su secular clasismo, en estos territorios pervive de diferentes formas el mito del talento innato y la personalidad canonizada, mientras el arte, sustancia de la vida o protección contra ella, es único dios verdadero, código secreto para la salvación y, de paso, emblema sectario. Es en este sentido donde vuelve a tener significado la frase: ‘para el arte no vale cualquiera’.

Imagen: Piero Manzoni, Mierda de artista. Es una de las 90 latas de conserva que en 1961 el artista llenó con sus excrementos y etiquetó en varios idiomas. Cada lata fue vendida siguiendo la cotización de oro del día, para acabar en reputadas galerías de arte contemporáneo, como la parisina Georges Pompidou o el MOMA de Nueva York. Actualmente, algunas de las latas han explotado a causa de la expansión de los gases.

19 de xullo de 2007

De la belleza (I)

La belleza es un bien escaso. No porque esté ausente del mundo, sino porque se esconde bien, y a menudo se encuentra enmascarada, inaccesible. Muchas veces, por ello, se la ha comparado con Dios. Porque reside en todo, según dicen, pero no se muestra a simple vista. Y antes que a la realidad externa, pertenece a la misma médula de la conciencia.

Es un ritmo escondido en la anodina lógica del acontecer cotidiano, un incógnito que se escapa a la razón, y que sin embargo nos atrae, nos cautiva con una fuerza irresistible, y nos hace perder el pudor y saltar las lágrimas. Por eso, los encuentros con ella deben permanecer en secreto. Es una idea extendida que la belleza es amante de iluminados y sectarios; un bien abstracto, consuelo de amanerados sensibloides que se relamen de poseer bienes imaginarios. Pero yo supongo que todos nos topamos con ella alguna vez.

A mí me pasó esta tarde. Cuando llegué a casa, decidí seguir con el trabajo de digitalizar los videos antiguos de la videocámara. Así que puse en el VHS una cinta del carnaval de 1991, que grabó mi padre en la fiesta que se hacía en el patio del colegio, y a la que asistían los alumnos y su familia. Al mismo tiempo puse música, Dustin O’Halloran, un pianista conocido por su Preludio nº2, que suena actualmente en el anuncio del Audi A5. Quizá no ofrezca nada este compositor para la opinión académica; yo creo que muchas de sus piezas para piano ofrecen un tono sentimental un poco artificioso, inclinado a recetas de audición fácil. Pero esto ahora es lo de menos.


El caso es que, como aquel día en que iba en el bus, me encontré de sopetón con que el tiempo se paraba, y afloraba, por llamarlo así, el ritmo oculto de la vida y la muerte. Cuando vi circular aquellas imágenes por la pantalla, en el silencio del modo de previsualización, pero acompañadas por el Opus 22 de O’Halloran, me di cuenta de que no distaban mucho de lo que hoy nos parecen aquellos documentales de los hermanos Lumière. Precisamente este uso deliberado de la imagen como fósil está presente en muchas películas (se me ocurren los créditos iniciales de GoodBye Lenin!).

En el viejo vídeo, el mundo estaba igual de mudo, también rimado por las desangeladas notas de un piano. Poblado por gente extraña, llena de vida, que se movía en un frenesí inercial, impersonal, de hormiguero. Subyacía un aire de danza macabra
en aquella película, un aire funerario y fantasmagórico, aire de la extraña dimensión de lo pasado, de lo que ya no pertenece a la realidad, y que queda confinado a un estado de momia, espectral. No era aquél un lugar esperanzador, pero lo encontré hermoso, y lo recorrí en el silencio recogido, sobrecogido, de quien pasea entre las tumbas de un cementerio.

Así que, por suerte, parece que la belleza no requiere de grandes escenografías; está hecha de cosas pequeñas, y puede darse con ella de improviso, al doblar una esquina. Uno puede verse con ella a escondidas, amarla en secreto, tocarla por debajo de la mesa mientras nadie se percata. También uno puede cometer el error de contarlo.


Imagen: fotograma de La salida de los obreros de los talleres Lumière (1895), Louis Lumière

9 de xuño de 2007

El deseo

El deseo es contraproducente. Desear algo es el argumento menos válido para conseguirlo, y tiene una influencia inversa sobre su objeto. Irónicamente, la intensidad del deseo es proporcional a la dificultad de satisfacerlo. El amor sonríe a quienes están aburridos de él.

Así que, para tener algo, no debe desearse primero.

Pero entonces ya no tiene gracia.

17 de maio de 2007

Presencias


Hay lugares tan antiguos, tan remotos, que viven en la conciencia con la brumosa apariencia de un sueño. Lo que una vez fue ardientemente real cicatriza en el terreno de la fantasía, de lo que nunca sucedió.

Una extraña noche, el sueño se apodera de mí y me devuelve por un instante a aquella tierra. Vuelo hasta ella y me infiltro en su hermético escondite, en una dimensión clandestina. Entonces, las sensaciones son tan nítidas, tan vívidas, que me atraviesan físicamente. Reconozco dónde está todo, puedo tocar la piedra y respirar el aire perfumado; todo, todo está claro a mi alrededor, y puedo recorrer el espacio con sólida presencia.

Al instante, comprendo asustado que padezco una alucinación. Las sensaciones se tornan de golpe macabras, el aire se enfría y me acaricia la piel como los velos de un fantasma. Pues parece que haya penetrado un lugar prohibido, que haya abierto una tumba milenaria. Salgo de ella conmocionado, cubierto de polvo.

El alma retiembla confundida. No entiende que el olor de los muertos sea más intenso que la vida misma; que los sentidos sean más agudos allá, en las profundidades cavernarias de lo que no existe, de lo que sólo es recuerdo.

Imagen: La isla de los muertos, Arnold Böcklin.

29 de abril de 2007

La pesadilla

Todavía no nos lo creemos. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Demasiado ya. Demasiado tiempo perdido. Demasiado tiempo aquí parados, momificados en un océano de piedra. Para compensarlo, busco en esta bitácora la palabra perfecta, la palabra que rompa el hechizo. Pero cada vez que lo hago, recuerdo que no hay palabra que cambie el mundo. Porque las palabras son un artificio para despistar a las conciencias de la realidad aplastante.

Fortuna nos ha engañado. Nos hizo creer durante largos años que éramos nosotros quienes navegábamos, quienes conquistábamos el mar. Nos hizo confiar en nosotros mismos, en nuestra voluntad de ir hacia delante. Nos hizo arrogantes, nos hizo pensar que la vida que vivíamos era la que nos correspondía, y que siempre sería así. Mientras tanto, ella nos ha llevado a donde ha querido, por el camino que ha querido, y ahora nos ha encadenado aquí, en este triste agujero, donde todo está inmóvil y en silencio.

No hay marineros en este barco, nunca los ha habido. Este viaje ha sido para cualquiera de nosotros el primero. Todos saben tanto como yo de barcos y de tripularlos, porque no saben nada. Tal es nuestra incapacidad, que nos escudamos en que tenemos un sueño del que pronto despertaremos. Ojalá Fortuna nos engañase otra vez, como una amante, con esas palabras tan reconfortantes: “te querré siempre”. Ojalá volviese a soplar nuestras velas sólo un instante, para volver a sentir la placentera ilusión de que somos gente afortunada.


Imagen: El amor defraudado, Francis Danby.

14 de abril de 2007

Encadenados

Llevamos dos semanas parados en el mismo lugar, arriba el sol, en mediodía perpetuo, abajo el mar, como una tabla. La tripulación está tan afligida, que es incapaz de atar un cabo, de darse un chapuzón, siquiera de alimentarse, y desesperada se esparce por el suelo de la cubierta, como un montón de brasas amarillas.

Camino vacilante entre los cuerpos. Apenas parecen de marineros. Se han desgarrado la ropa, se han arañado hasta hacerse sangre, y luego se han quedado quietos, respirando ruidosamente, recogiendo con la legua el enorme charco de sudor que crece por el entablado.

La cabeza me da vueltas y la luz rechina en lo más hondo de mis pensamientos. Me siento en una esquina agotado y me pongo a escarbar una sombra minúscula. El calor me hunde en la madera, apisonado. Alrededor, las frescas aguas del océano están demasiado lejos. No quiero ni mirarlas.





Imagen: Amanecer con monstruos marinos, William Turner.

30 de marzo de 2007

En suspenso

A mediodía, el viento ha cesado y el mar se ha quedado totalmente quieto. Fortuna se ha detenido en el medio del océano, con sus velas decaídas, inertes, paralizadas como los velos de una momia. El sol, arriba, justo sobre nuestras cabezas, cayendo como un vómito de fuego. Y nada alrededor, ni una nube, ni una veta de espuma.

Nunca había fallado el viento, hasta hoy. El mundo se ha quedado en suspenso porque falta algo que era nuestro, algo que había estado con nosotros desde el principio, algo que durante años no se había ausentado un solo instante, y que era parte sustancial de nuestra misma vida.

El silencio es cavernario, la quietud mortal. Y ahora, por primera vez, tenemos miedo.








Imagen: Mark Rothko, Nº9, 1958.

24 de marzo de 2007

Otoño

Otro día. Igual. La rutina es una protección contra el cambio. Este mar, este cielo, se pierden tan lejos en el tiempo que uno tiene la sospecha de que sean perpetuos.

Nadie dice nada.

Echo otra carta por la borda,
y sube atolondrada, como una mariposa,
y se va revoloteando con el viento, confundida en una manga larguísima de hojas secas.

11 de marzo de 2007

Espiral de silencio


Las dos últimas películas que ha dirigido Clint Eastwood, Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, recrean el sofisticado aparato de mentiras que necesitan los Estados para poder sostener una guerra, de lo que conocemos incontables ejemplos. La victoria física sobre otro es sólo eso, y no un correlato de verdad o justicia alguna; no obstante, la renuncia a la defensa física sigue resultando ridícula a ojos de muchos, como propia de cobardes y achicados.


La violencia se ha demostrado tantas veces como fuente de beneficio, que pocos son los que renuncian a medrar por medio del aplastamiento. Y mientras se siga aceptando como método de implantar una verdad, mientras haya quien la justifique contra otros o contra sus privilegios, habrá quien no renuncie a la guerra, y le llamará legítima defensa.

No hay victoria limpia, en ningún caso. El mínimo grado de violencia requiere siempre una parte proporcional de infamia. Por desgracia, si queremos vivir, parecemos obligados a ella, pues quien pretende defenderse de una agresión inmediata con la sola ayuda de buenas palabras puede acabar aniquilado, y entonces no hay otra verdad que valga.

Ganar una guerra es el aplastamiento del rival. Pero para ello hay que movilizar a miles de personas a favor de una determinada causa. Por eso, ganar una guerra es también el éxito de todo un conjunto de estrategias persuasivas o, cuando menos, coactivas. Lo que las dos películas de Eastwood consiguen es ponerlas en evidencia, llevarlas al extremo del ridículo, subrayar l
a falsedad que subliminalmente aflora en expresiones tan solemnes como las “banderas” o los “códigos de honor”.

Cartas desde Iwo Jima se plantea desde el principio como la lucha del deseo de vivir contra la implacable
obligación de "vencer o morir". El terrible peso de lo socialmente aceptado contra el individualismo hereje. El balance resulta desolador: el suicidio, el honroso final pagano, se ejecuta en un ataque de terror, de forma completamente alocada, entre dudas y convulsiones. Como falta la convicción, sólo queda cerrar los ojos y no pensar. De fondo, quizá el recuerdo de los antiguos samuráis sirve de fundamento intelectual para un acto estratégicamente absurdo y condenado al ridículo histórico. Pero desde fuera la impresión es sencilla: es terrible suicidarse cuando no se quiere vivir, pero más aún lo es cuando se ama la vida.

No he visto el suicidio tan ridiculizado como en Cartas desde Iwo Jima. Los nazis, con todo, lo habían asumido como una decisión personal en El hundimiento. Por el contrario, en Mar adentro el suicidio adquiere un extremo de dignidad, en mi opinión, difícilmente superable por un kami
kaze desquiciado.

El hecho es que la propaganda o los códigos de hombría suelen sumirnos en una espiral de silencio donde la mínima expresión individualista, el mínimo cuestionamiento de lo que “tenemos que hacer”, nos hace desleales e indignos de nuestros compañeros. Ante semejante responsabilidad, muchos son los que prefieren acatar las órdenes sin pensar. Al menos así, creen, habrán colaborado con el bien común.

Imágenes: Arriba, fotografía original del alzamiento de la bandera estadounidense en Iwo Jima; abajo, fotografía de Cartas desde Iwo Jima, donde un soldado japonés insta a otro a que cumpla las órdenes de suicidarse.

4 de marzo de 2007

Vientos

Poco importa la bonanza de los tiempos. Siempre hay algo mejor que recordar.

La melancolía es la pena de los días de sol y de los mares tranquilos. Es la tristeza de los marineros que dormitan en cubierta, atisbando en la apacible brisa la llegada de la primavera. Y apenas aprieta el trabajo, apenas zumba el trueno, las añoranzas se evaporan.

En el mar no hay flores. Pero lo surca un viento peregrino que recorre el mundo y que cada año vuelve a visitarnos cargado de esencias.









Imagen: Melancolía, Edvard Munch

25 de febreiro de 2007

La torre

Es un buen trabajo el de vigía. Lo único que debe hacerse es contemplar. Mirar el mundo alrededor encaramado en las alturas. Y no se cansa uno de ver siempre lo mismo, porque nunca es lo mismo; en cada instante que pasa, todo es nuevo.

Miro aquí y allá; no hay nada que me tape la vista. La calma es pura emoción. Me deleito en las formas y los colores del mundo,
en las crestas de plata, en las vetas de espuma, una infinidad de lucecillas que se encienden y se apagan, que repican como un tambor en mis ojos. Recorro la nebulosa línea del horizonte y, con la parsimonia de un pintor, me subo por un enorme tirabuzón de nubes que se enredan en el sol, y allí se incendian, se desmigan en mil centellas, atravesadas por los furiosos rayos.

Busco en el cofín de los mares. Siempre veo una tierra, una vela, una sirena…










Imagen: Salida de la luna sobre el mar, Caspar David Friedrich

18 de febreiro de 2007

Autosuficiencia

Otra noche más, me fumé un cigarrillo mirando las estrellas desde el castillo de proa. Después, me despedí del océano, encendí un candil y me adentré por una escotilla en las penumbrosas entrañas de nuestro velero.

Cada vez que me voy a la cama, tengo la misma sensación. Es una sensación extraña, primaria, intestinal de perennidad, de autosuficiencia. Aquí, escondido en las profundidades de este cofre de madera, me da la impresión de que el mundo se ausenta y se disipa. A mi alrededor, las tablas cierran mi existencia en una urna impenetrable. Y no hay mar ni viento capaz de perturbarla.

Aquí lo tengo todo, nada necesito de fuera. Tengo este lecho caliente y estas sábanas suaves para enredarme; montañas de suministros, galletas y agua para varios siglos; este dulce balanceo, que me mece como a un niño en su cuna; el oscuro silencio, en el que desplegar a placer mis pensamientos; las murallas de roble, que impiden que me caiga en el abismo oceánico, o que el abismo oceánico se caiga sobre mí.

Por la noche, viajamos de incógnito. Sigilosamente, surcamos las oscuras aguas del mundo y hasta las tinieblas se nos alían con su vivificante abrazo de seda. Me basta cerrar los ojos para esconderme, igual que a un niño. Otros no consiguen sentirse seguros ni en la montaña más remota.

El mejor escondite no es un lugar; está en nosotros mismos.

Imagen: Cachopo, Castelao.

27 de xaneiro de 2007

Fortuna

Estuve toda la tarde mirando por la borda. El espectáculo era maravilloso. En todas direcciones, el océano inmenso, con la ronca y sutil respiración de un durmiente, hinchaba y menguaba con solemne parsimonia su pecho de áspero pelaje, y las sombras de las subes lo surcaban como las vetas el mármol. Mientras tanto, nuestro velero avanzaba furioso, los lienzos blancos rugiendo llenos de aire, las sogas tensas, las relucientes banderas centelleando avante, todo arropado de empavesadas de plata, de nupciales velos de gasa. Y allí, en el costado de roble, grande y arrogante: F.O.R.T.U.N.A.

No hay ni habrá momento más feliz. Pues el detalle más insignificante es ante mis ojos como la escama palpitante de una gran criatura universal. A mi alrededor, la materia constituye una aparición prodigiosa, espectacular, que obedece a algún propósito sobrenatural. Las olas, las nubes, el gemido de los maderos, toman ante mí dimensiones épicas. Pero sin mí no serían nada, y fenecen apenas aparto la vista. Pues yo soy su dueño, y yo soy, obviamente, Dios, como espectador original, único y milagroso.
















Paseo a orillas del mar,
Joaquín Sorolla

19 de xaneiro de 2007

Elogio de los sentidos

Nos hicimos al mar una tarde, cerca de primavera. Soplaba alegre el viento, henchía las velas y empujaba las nubes, que nos adelantaban largas y estiradas como serpentinas. Yo era pura admiración de todo lo que había a mi alrededor. No tenía pensamiento ni recuerdo alguno, nada que naciese en mi interior. Pues toda felicidad venía de fuera, toda felicidad era pura impresión, y sólo existían los sentidos. La luz fulgurante, de oro, de plata, que traspasaba el alma; el rumor del espumoso latido; la caricia de la brisa cargada de húmedas centellas; el olor marino...

Apenas recuperé el aliento, miré atrás, a la tierra que habíamos dejado. Pero ya nada quedaba de ella, todo era océano alrededor. No supimos más del lugar del que veníamos; lo habíamos olvidado todo. Decidimos no preocuparnos por eso entonces. Por delante, quedaba un mar inmenso que atravesar, y se anunciaba un viaje largo. Me acomodé entonces en la estrenada fuerza. Se columpiaba la nave sobre el mar, saltaba como un pez volador, hendiendo las olas, ya lanzándose hacia arriba, ya cayendo con estruendo en un torbellino de espuma.







Imagen: Mar encrespada en un muelle, Jacob von Ruisdael

3 de xaneiro de 2007

La imagen en las nubes

«A veces vemos una nube que es dragónica,
un vapor a veces como un oso o un león,
una ciudadela torreada, una roca pendiente,
una montaña bífida, o un promontorio azul
con árboles que cabecean hacia el mundo
y burlan con aire nuestros ojos.»

Shakespeare, Antonio y Cleopatra. (tomado de E. Gombrich, Arte e Ilusión)