Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

26 de marzo de 2008

Las lamentaciones

Muchas veces, sentimos perplejidad al recordar nuestras acciones pasadas. Con toda frialdad, ponemos los hechos encima de la mesa, y los juzgamos conforme a nuestros actuales intereses. Decimos entonces: “qué estúpido fui”.

El error es flagrante. Tomamos nuestro pasado por un conjunto de circunstancias independientes de nosotros: el sol, la luz derramándose por entre las hojas de los árboles, el rumor del viento. Decimos: ¿por qué no aproveché que era joven y que todo era bueno?

Hay una cosa que no solemos recordar, porque no se puede recordar: las emociones. Porque recordar las emociones conlleva sentirlas. En cada instante de la vida, estamos poseídos por una voluntad profunda compuesta de deseos y miedos que explican todos nuestros actos.


Desde dentro, la infancia no tien
e nada de idílico. Pongamos por caso que pudiésemos volver a un día cualquiera de nuestros seis años. Nos descubriríamos, con toda seguridad, atrapados por un deseo o un temor triviales, pero que en ese momento paralizarían toda nuestra vida.

Con los años, las cosas parecen cambiar, pero no cambian en absoluto. Seguimos siendo niños antojadizos y susceptibles. Mientras escribo este post, mientras alguien lee estas líneas, los deseos y los miedos están ahí, más o menos conscientes, gobernándonos, manteniéndonos vivos y empujándonos hacia delante.


Desde esta altura, desde nuestras emociones presentes, contemplamos la infancia como
un lugar emocionalmente neutro, en el que nosotros no existimos, donde sólo existe el mundo alrededor: la hierba, la toalla extendida, la hormiguita trepando por el tallo de la margarita, las nubes en el cielo… Y nos parece que entonces éramos libres para haberlo hecho todo mejor.

Es el drama de la resaca. Uno apenas entiende por qué hizo lo que hizo durante la borrachera. Pero claro, de la borrachera uno no recuerda la borrachera en sí, sino la imagen de las cosas que nos rodeaban despojadas de las emociones que nos suscitaban en aquel momento. Entonces, ¿qué nos vamos a reprochar?

Un buen día nos sorprende encontrar increíblemente hermoso el lugar por el que pasamos todas las tardes, o increíblemente bella la amiga en la que nunca nos hemos fijado. Decimos: ¿a dónde he estado mirando todo este tiempo? Pero es que no basta con mirar. No es simplemente la hierba, el cielo o la hormiga. Somos primero nosotros; los colores del mundo son primero los colores de nuestra propia alma.

Imagen: Edvard Munch, Claro de luna (1895)

18 de marzo de 2008

Amarillo

De pequeño, yo pensaba que los seres humanos habíamos nacido privilegiados entre todas la criaturas, dotados de una inteligencia capaz de librarnos a ratos de los instintos naturales. Ahora, veo que nuestra única virtud es que somos capaces de poner nombres a las cosas y de combinarlos para hacernos una idea de lo que pasa ahí fuera. Somos capaces de intelectualizar el mundo y sus razones numéricas, incluyéndonos a nosotros mismos. Por momentos, podemos salir afuera y vernos, vernos como parte de ese sistema de relaciones causales. Y ahí se acaba nuestra originalidad.

Porque esa capacidad de objetivarlo todo es absolutamente incapaz de mitigar nuestros deseos, incluso cuando estos son estúpidos o suic
idas. Más bien al contrario, los lleva de la mano, los aviva y enfurece más que en ningún otro ser, haciéndonos así susceptibles de los más pintorescos placeres, pero también de los más rebuscados dolores. La inteligencia no es un organismo autónomo ni neutral, sino profundamente interesado, y se entrevera sutilmente con todos nuestros impulsos sirviéndoles de caja de resonancia. El resultado es que somos los únicos seres capaces de sentir placer al contemplar un atardecer, pero también de sufrir terriblemente por el amor defraudado.

Los refinamientos humanos son sólo una cuestión de grado. El caso es que somos seres sujetos al deseo, tan sujetos com
o un perro cualquiera. Ahora pienso en uno. Amarillo se llamaba. Vivía en la casa de mis abuelos, correteando por los prados y las arboledas alrededor. Era un perro de talla mediana, feo y amorfo, y decían que de palleiro. Tenía un color marrón claro, poco pelo, la cola tiesa y una oreja caída. Éste era su rasgo más distintivo. Siempre lo recuerdo así, mirándome, vuelto hacia mí allá en el fondo del camino y, sobre su cara, la oreja caída.

Amarillo jugaba poco con nosotros. Solía echarse en una sombra de la era cuando jugábamos a la pelota, y de vez en cuando nos miraba levantando perezosamente la cabeza, la oreja gacha. Luego, cuando íbamos a pasear, tal vez surgía de repente tras el muro de un camino y nos acompañaba de vuelta a casa. Entonces ya caía la tarde. Y se oía una campana lejana, y una jauría de perros se desataba ladrando en la distancia. Amarillo subía a la viña, eufórico, y le ladraba al aire. D
e repente, echaba a correr furioso, monte abajo, saltando muros y atravesando prados, hasta desaparecer entre los árboles.

En la aldea de la campana, vivía una perra pastor alemán que alguna vez venía con su dueño a visitar a mis abuelos. Era una perra elegante y airosa que no se prestaba a las caricias. Cuando Amarillo la veía, iba hacia ella. Pero el dueño de la perra le atizaba con una varita para espantarlo. Hacia aquella aldea de la perra se dirigía corriendo Amarillo cuando oía a los perros ladrar. Yo no sé lo que pasaba. Pero contaba mi abuela
que varias veces regresó cojeando, lleno de heridas, en el cuello, en la cara. Yo no entendía por qué.

Una vez, estábamos de paso en la casa de mis abuelos. Nos íbamos de camping a Almería, y pasamos para despedirnos. Resulta que Amarillo estaba echado en la era, respirando ruidosamente, con los ojos abiertos. Estaba lleno de sangre seca. Yo me senté a su lado, y lentamente acaricié aquellas postillas negras y ásperas adheridas al pelo. Luego tuvimos que irnos. Pero, unos días más tarde, supe que Amarillo se había curado. Y cuando volví, un mes después, lo encontré de nuevo correteando por los caminos, saltando de alegría por los huesos de churrasco que le traía mi madre.


Amarillo murió más tarde, tal vez un año después, en un episodio similar. Esta vez ni siquiera lo vi. Contaban que quizá alg
uien lo atravesó con una horquilla, pues traía en el costado unos extraños agujeros. Pero Amarillo aún tuvo fuerza para volver a casa y tumbarse en la era, como siempre había hecho. Y allí murió, lentamente desangrado. Cuando regresé, ya no estaba. De él, tan sólo un poco de tierra removida en un rincón de la viña.

Imagen: Franz Marc, Perro tendido en la nieve (1910-11)

9 de marzo de 2008

El cielo

Nos importa lo que piensen de nosotros, porque deseamos ser alguien en el mundo, perder el anonimato. Y pensamos que la mejor manera es ser brillantes en todo, nada más que virtudes. Gente encantadora y sociable, siempre positiva, elogiada por todos. Abnegada, de buen corazón, de apasionado carácter. Competente, confiable, inteligente, puro talento. Dotada de la hermosura justa para parecer original, de una salud flamante y de un vigor animal. Queremos ser unos conquistadores y pasearlo con elegante indiferencia; excitarnos con sólo imaginar lo que pensarán de nosotros. Pero, tanta genialidad, ¿a quién prestigia, a quién saca del anonimato? ¿De verdad le importa a alguien lo divertidos que seamos concretamente nosotros?

No nos deja en peor lugar ser los más miserables. Caminar como sombras por la calle, y que digan a nuestro paso: “mira, ahí va el filósofo”. Arrastrar un pensamiento obsesivo a todas partes, que no nos deja respirar, ni regalar sonrisas. Estar enfermos, sentir un profundo dolor en el vientre, en el pecho, en la frente, escupir sangre. Si lo único que queremos es causar sensación, ocupar con nuestro estilo la mente de los demás, también en el fango podemos ser generosos. Pues a nuestro alrededor, la gente se sentirá compasiva y dichosa al tiempo, llena de vida, floreciente en el orden natural. Pero seguirá sin conocernos.

¿A quién le sirve mi felicidad, mi mirada apasionada a la vida, a los árboles en fila de la alameda, a los rayos de sol que se derraman sobre el camino? ¿Acaso el anciano pobre y solitario, descamisado y tembloroso en su banco, puede siquiera imaginar el calor de mi fortuna? ¿Qué significan para mí las parejas alegres que se abrazan en la hierba, las mujeres triunfantes de las marquesinas del bus, sino sombras anónimas, personajes de una función que cualquiera podría encarnar? ¿Qué ventana habitan en el gigantesco edificio de enfrente, cuando la única ventana que conozco es la mía?

Desde fuera, escudriñamos con melancolía el rostro del éxito, sus ojos herméticos; recorremos sus mejillas con los labios, con la yema de los dedos, pero nos sentimos infinitamente lejos. La gloria es un tesoro, naturalmente. Pero no comunica nada de quien la tiene, porque no le pertenece, no es más suya que una gripe. Es un misterio que nadie puede dar o robar, que únicamente sirve a quien le toca y que sólo puede disfrutarse en soledad.

2 de marzo de 2008

El paragüero-afilador

Un domingo cualquiera, a las once de la la mañana, aparece por la calle un tipo vestido de azul, con un chiflo y una bicicleta: ¡el paragüero-afilador! Un trino gracioso con el chiflo y una voz enérgica, convencida: ¡el paragüero-afilador! Decía mi abuela que los paragüeros-afiladores venían todos de Ourense, y yo me pregunto si éste no se habrá perdido al volver, caminando solo por la acera desierta, los coches pasando: ¡el paragüero-afilador!

Entonces, mi madre me dice que este paragüero-afilador no debe de ser de Ourense, porque aparece los domingos si hace sol. Parece que a mi madre le hace ilusión, a juzgar por lo alterada que se ha puesto; le recuerda los tiempos remotos de la aldea. Intenta disimular: especula con que lo haya puesto el ayuntamiento para que no se acabe la profesión, y sospecha que le iría mejor el negocio por el campo, donde aún hay hoces y guadañas.

Pero, narices, allá al final de la calle baja un tipo con un artilugio apenas parecido a un paraguas, y otro con un cargamento de navajas para afilarlas todas. El paragüero-afilador se sube en la bicicleta y empieza a pedalear, rin-ran-rin-ran, haciendo girar la piedra de afilar, afilando lleno de razón. Allí se tira un buen rato con la faena, y cuando termina vuelve con el chiflo, y desaparece calle abajo: ¡el paragüero-afilador!