Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

21 de decembro de 2009

La partida (anti-post)

El tribunal examinó el comportamiento de Lía, y de sus culpas dedujo sus castigos...

7 de decembro de 2009

La advertencia

«Los enfermizos son el gran peligro del hombre: no los malvados, no los "animales de presa". Los de antemano lisiados, vencidos, destrozados -son ellos, son los más debiles quienes más socavan la vida entre los hombres, quienes más peligrosamente envenenan y ponen en entredicho nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros. ¿En qué lugar se podría escapar a ella, a esa mirada velada, que nos inspira una profunda tristeza, a esa mirada vuelta hacia atrás, propia de quien desde el comienzo en un engendro, mirada que delata el modo en que tal hombre se habla a sí mismo, -a esa mirada que es un sollozo? "¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así solloza esa mirada: pero no hay ninguna esperanza. Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, -¡estoy harto de mí!..." En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, -la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado. ¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega brota de sus ojos! ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad -¡tal es la ambición de esos "ínfimos", de esos enfermos!»

F. Nietzsche, La genealogía de la moral
Trad. de A. Sánchez Pascual
Madrid: Alianza, 2006

21 de novembro de 2009

La fortaleza (2/2)

(...) Recuerdo bien la primera vez que experimenté la presencia de un fantasma, es decir, la intrusión de un espectro entre los objetos de mi alrededor. Mi reacción fue poner en marcha un viejo ritual: echar a andar por un camino familiar balizado de objetos apotropaicos, con el mismo espíritu con que los bizantinos salían en procesión con sus iconos cuando los turcos amenazaban sus murallas.

La mía era una ronda que comenzaba y terminaba junto a un nogal, con las siguientes etapas intermedias: 1) un pozo escondido entre unas peñas; 2) un castaño seco, como muchos otros del lugar; 3) una línea de piedras puntiagudas sobre la hierba; 4) una robleda tortuosa, salpicada de las únicas setas comestibles que reconozco; 5) una gran sábana negra de plástico suspendida entre unas ramas; 6) un portón de salida, en dirección al río; 7) un caseto de pedruscos asentados a
hueso que presidía una viña abandonada; 8) una lata oxidada de aceite CEPSA; 9) un pantano de arenas movedizas, lleno de vegetación flotante, ranas y salamandras; 10) un pastor eléctrico que hacía ruiditos.

Pero aquella vez el ritual no funcionó. Recuerdo que me miraba los pies al pasar por la viña, mientras iba aplastando los viejos muñones de vid, golpeado por una extraña desesperación. Pues algo alrededor había cambiado; el paisaje estaba infundido de una presencia intrusa, abstracta y extrasensorial, sobre la que no conseguían imponerse los objetos concretos, sólidos y
hermosos que ondeaban delante de mis ojos.

Desde entonces, el sentimiento ha sido normalmente opuesto al original. Me siento más bien como si tuviese una colección de muñecos vudú repartidos por muchos lugares; como si fuese dejando por ahí trocitos míos sobre los que otros pueden operar y provocarme dolor. Tengo la sensación de que la Gestapo sabe donde me escondo, no en vano ahora publico chismes como éste. A veces me escudo en que Google Earth, Facebook y la telefonía móvil ya no nos permiten vivir los espacios como si fuesen jardines cerrados, pero en el fondo no se trata de eso. No se trata de que el ruido nos persiga hasta el lugar más remoto en forma de sms.

Se trata simplemente de que mi sentimiento ha cambiado sigilosamente de color, como cambia el de las piedras de las iglesias con el simple contacto con el aire. Pero no es una actitud, no parte de mí; el sentimiento es un suceso que viene de fuera y que me alcanza como un flechazo. Cuando se va, permanece en el recuerdo, como aquella mesa camilla. Allí debió de nacer mi atracción por la estética de la defensa, por los castillos, las fortalezas y las murallas abanderadas; por el catenaccio, Minas Tirith y Constantinopla.


Imagen: detalle de la tabla de fortificación de la Cyclopaedia (1728)

8 de novembro de 2009

La fortaleza (1/2)

Echo de menos aquel espíritu que había adoptado de niño sin darme cuenta, un carácter que parecía inherente a mi existencia, y que además se me antojaba el único posible. Me otorgaba la capacidad de escapar de los problemas a través de la pérdida del contacto visual con ellos, es decir, no sólo mediante mi desplazamiento en el espacio, sino también, y como suele decirse en inglés, mediante el "enterrar la cabeza en la arena".

Cuando me asediaba algún tipo de temor o pena, solía resultarme suficiente apartarme a otro sitio, cambiar el aspecto del paisaje alrededor, mirar para otro lado. De la escuela a casa, los problemas nunca venían conmigo, se disipaban y se quedaban por el camino, porque un lugar y otro eran compartimentos estancos entre los cuales no era concebible forma alguna de contaminación. Y en los momentos de mayor angustia, el recuerdo de un lugar distante me parecía una isla sobre la que no tenían poder alguno las amenazas del presente.

Recuerdo vivamente la sensación de esconderme bajo la mesa camilla del salón, y permanecer entre sus faldas callado durante horas, sentado en el bastidor, convencido de que el mundo no sabía que yo estaba allí, de que nada podía atraparme cuando estaba bajo mi mesa. No había sensación más intensa y reconfortante, no había punzada tan placentera; porque aquella sensación, por subjetiva que fuese, me hacía invulnerable.
El escondite, antes que un lugar, fue un sentimiento.

Se dice que el sentimiento es cosa particular, de uno solo; que resulta de una alineación casi astrológica de fluidos, vagos y volubles; que no hay forma de objetivarlo ni de medirlo, y que por ello no sirve para conocer el mundo en un sentido científico. Pero el sentimiento lo es todo para quien lo experimenta, porque se presenta a la inteligencia individual como un hecho sólido y objetivo; de hecho, mientras dura, es todo lo que existe en el mundo. Por eso, mientras dura, es lo mismo sentirse invulnerable que serlo realmente.

Me parece fácilmente comprensible que pudiese llegar a desarrollar aquella fantasía mientras aún era pequeño, pues todavía estaba aprendiendo cómo funcionaba el mundo, y nada me hacía sospechar que las cosas pudiesen seguir existiendo cuando yo no las veía. Hasta ese momento, el mundo no tenía una existencia independiente de mi capacidad de visualizarlo, porque parecía suspenderse cada vez que cerraba los ojos. Me resultaba muy difícil salirme de la lógica de lo inmediato, de lo que estaba ante mis narices, porque mi experiencia aún era insuficiente. Así, concebía el espacio de forma estanca, no fluída; cada lugar constituía una ínsula impermeable donde la vida se desarrollaba como en una burbuja.

Pero los sentimientos, como vienen, se van. Las razones parecen tan sutiles que cuesta no atribuírselas al capricho de algún fluído corporal, en vez de a los hechos de ahí fuera. Mi antigua fantasía fue colonizada poco a poco por una nueva vegetación que dio lugar, al final, a una dinámica cerebral opuesta. Nació entonces, por primera vez, la nostalgia de los lugares que recorrí de niño. Lugares que recuerdo como paisajes y objetos físicos, pero que con toda seguridad fueron una simple coyuntura atmosférica del cerebro, propia de unas condiciones químicas y hormonales irrepetibles. (sigue)

Imagen: Donjon de Houdan, torreón del siglo XII en la región de París.

24 de outubro de 2009

La representación hipertrofiada

Intelectualizarlo todo no suele ser una opción inteligente. Muchas veces parece más útil abandonarse a la misteriosa tensión por la cual se ama el cuerpo propio, incluso con un poco de arrogancia. El deseo de sobrevivir conlleva arreglarse, peinarse y mirarse en el espejo; conlleva desearse un poquito para así gustar seguramente a otros. Entonces el cuerpo palpita lleno de entusiasmo porque no es simple contingencia, sino que es exactamente como a su portador le gusta. De la cabeza a los pies, la carne, la sangre y las coyunturas de los huesos obedecen a un mismo plan director que no procede de una montaña de abstracciones sino de la llana voluntad.

Como cualquier otra cualidad humana, la inteligencia de una persona no se mide en números absolutos, sino en función de su adecuación al contexto.
Lo que en un contexto es una persona inteligente y valiosa puede ser en otro una completa nulidad, y hasta parecer realmente imbécil. Funciona como una prenda de vestir, que no es buena o mala en sí misma, sino en relación con el grado de ajuste al cuerpo de quien la porta, a las condiciones atmosféricas y a la actividad que se va a realizar con ella.

Desde un punto de vista práctico y supervivencial, el intelecto -que da como fruto una determinada representación del mundo- es un apéndice más entre las múltiples herramientas del cuerpo humano. Como los brazos, sólo sirve si su fuerza se adecua a fines concretos en vez de ser proyectada sin control hacia delante. De otro modo, puede dar lugar a infinidad de conflictos con el entorno que redundan al final en inadaptación. Y dirigirse imprudentemente hacia la soledad y el sufrimiento no parece desde luego muy inteligente.


Con la Ilustración se empieza concebir la ciencia como una vía para la liberación humana, para lo cual debe difundirse e impartirse universalmente. Durante muchos años y hasta ahora se ha considerado a nivel general que el mundo de los saberes -de los libros- es un territorio respetable al cual todos los hombres deben aspirar porque otorga la felicidad. Esta idea es lógicamente una generalización que pasa por alto la interacción concreta que producen con la realidad determinados individuos que se empeñan en reducir todo el universo a su construcción intelectual, lo mismo da que se trate de la
teoría de cuerdas que de la Tierra Media.

El caso es que este tipo de construcciones, cuando no son permeables a la vida y las gentes inmediatas, cuando no se coordinan con las emociones de los demás, suelen tirar abajo las posibilidades de comunicación y llevan a sus portadores al aislamiento. Ello no quiere decir que sean falsas, o que carezcan de belleza, o de una asombrosa lógica interna; sólo quiere decir que hacen de sus portadores enormes y retorcidos cerebros, cuyo cuerpo esmirriado, esquelético, desatendido, es arrastrado como una inevitabilidad.

Esta clase de individuos se describe, aunque de forma amable y divertida, en una sitcom con la que últimamente estoy disfrutando mucho. Se trata de The Big Bang Theory, una serie donde un grupo de cerebritos, científicos punteros y freaks de la erudición, conviven con una vecina de lo más común, cuyos atributos son la belleza física y la inteligencia práctica. Mientras que ellos viven permanentemente intelectualizando la vida y transformando cualquier experiencia en una diarrea de datos, a la chica le sobra el lenguaje para decidir y para actuar. En esta ficción, dos clichés antagónicos han sido mágicamente emparentados para escenificar casi una redención mutua, la de la chica boba incapaz de abstraer nada y la del que vive encastillado en el mundo de las ideas. [vídeo]

Imagen: William Blake, Newton (1795)

10 de outubro de 2009

#100

21 de setembro de 2009

El otoño (fantasía histórica)

La puerta: se abre para un jinete y se oculta de nuevo entre los árboles. El caballo desciende a paso lento por entre las raíces que atraviesan el camino y, al rato, se descorren las ramas y aparece el cielo.

La capilla: está a la derecha del camino. Es un pequeño edificio de piedra, de planta cuadrada y cubierta a dos aguas, que está rodeado de tumbas. Tras la cerca del cementerio hay un castaño tan pequeño que nadie se ha fijado todavía en él.

Un perro amarillo: brinca, ladra y se enreda entre las patas del caballo. Está contento porque llega gente que le trae huesos y cortezas de pan. Al punto, levanta la orejas y se va corriendo a otra parte.

Una casa: está siendo construída en mampostería de granito sobre una zona en pendiente. La cuadrilla aterrazó y pavimentó primero un trecho del terreno; luego levantó los muros empezando por la parte más deprimida, la esquina norte, para estribar la construcción; y ahora se apresura en terminar la cubierta antes de que lleguen las lluvias.

La viña: está recostada en un gran campo que se inclina hacia occidente. Al sol de la tarde, decenas de vendimiadores pululan entre las cepas pensando en la cena que espera, unos bueyes tiran de su carro cuesta arriba y el perro amarillo aúlla a la profundidad del valle.

La torre: domina todo el conjunto con su recia cuadrícula de sillería. Es de planta rectangular y tiene tres plantas, con troneras en el frente y en la parte posterior. Sobre su única puerta está el escudo de los señores: tiene dos lagartijas cruzadas unidas por un yugo y, en el timbre, un yelmo empenachado de donde surge una mano que empuña una espada.

El verano: ha terminado. A los saltamontes les han crecido las alas y los prados amarillos van quedándose en silencio.

*Imagen: Hermanos Limbourg,
Las muy ricas horas del Duque de Berry, mes de septiembre (ca. 1412-16)

7 de setembro de 2009

Evasiva #1

La hoja 72-IV presenta un territorio irregular conformado por lomas y colinas de baja altura, donde la cota media ronda los 500 metros, y es la máxima 657 metros sobre el nivel del mar. Destaca la presencia de un valle fluvial, que cruza el territorio de norte a sur. Al este la orografía tiende a suavizarse conformando una altiplanicie.

La red hidrográfica es densa, y está relacionada con la alta pluviosidad. Se contabiliza un elevado número de ríos y arroyos, de los cuales uno de ellos destaca sobre los demás. Entra desde el norte formando un sistema de islotes. Al sur describe un meandro que bordea la terraza sobre la que se asienta la ciudad.

La vegetación es abundante en todo el plano. El entorno natural es en extensión muy superior al urbano. Destaca una importante superficie forestal, cuya zona de mayor concentración tiene lugar en el suroeste. Destaca el bosque de roble, con brezales en el sotobosque y especialmente las especies de repoblación (coníferas); en las riberas abundan los abedules y los álamos; en el noroeste, en cambio, predominan los prados y pastizales.

El hábitat es en su mayor parte rural. Existe una fuerte dispersión de núcleos poblacionales, que se localizan principalmente en correspondencia con los ejes viarios. El mayor núcleo de población lo constituye la ciudad ubicada al sureste, sobre una terraza aislada elevada en la margen oriental del río.

El trazado urbano plantea un eje radial determinado por la existencia de una muralla de perímetro irregular con tendencia a la circularidad. Este eje se combina con otro cruciforme de entrada y salida hacia el N, S, E y O, correspondiente con las principales zonas de crecimiento urbano a lo largo del siglo XX.

En el plano destacan tres infraestructuras viarias de importancia, que atraviesan el territorio de noroeste a sureste, y cuya similitud de trazado las hace esencialmente paralelas. De norte a sur, son las siguientes: 1) una vía de gran capacidad con dos enlaces; 2) una línea de ferrocarril de vía única; 3) una carretera convencional desdoblada en una carretera de circunvalación.

Imagen: La provincia de Artois en 1713, por Guillaume de L'Isle (detalle).

25 de agosto de 2009

Color ##: anexo 2

8 de agosto de 2009

Color ##: anexo 1

«Piénsese además que, cuando digo que son cuatro las pasiones que perturban el alma -deseo, alegría, miedo y tristeza- lo saco de la memoria. Y, si quisiera disputar sobre ellas analizando y definiendo cada una de estas pasiones según sus especies y géneros respectivos, de allí saco lo que he de decir. Pero, cuando recuerdo estos sentimientos evocándolos en mi memoria, ya no me producen perturbación alguna. Con todo, allí estaban antes de que yo los evocase y volviese sobre ellos. El recuerdo tiró de ellas y salieron a la luz.

¿No salieron, quizá, de la memoria a través del recuerdo como sale la comida del vientre de los rumiantes? Pero entonces, ¿por qué el hombre cuando discute -es decir, cuando las recuerda- no siente en la boca de su alma la dulzura de la alegría o la amargura de la tristeza? ¿Es, acaso, porque el símil puesto, que no es semejante en todo, es precisamente desemejante en esto? Pues si tuviéramos que experiementar tristeza o miedo siempre que mencionamos estas pasiones, ¿quién querría hablar de estas cosas?
»

San Agustín, Confesiones
Trad. de P. Rodríguez de Santidrián
Madrid: Alianza, 1999

21 de xullo de 2009

Color #4: rojo sangre

El color de la sangre anuncia las noches más calurosas del año. Sin embargo, en general, se encuentra de forma sutil en todo, ya que es imprescindible para la vida. Los demás colores necesitan mezclarse con cierta cantidad de rojo para acabar de conformarse, es decir, para formar parte de la vida. Su influjo es benéfico y mortal a partes iguales: es el color de la fuerza y de la plenitud físicas cretinizadas por el bucle del deseo; el color del toro que se entrega furioso a sus asesinos impulsado en el fondo por la terca ambición de sobrevivir.

El rojo es el color del cielo sobre las trincheras de Verdún, cuando está atravesado por un caldo de vapores sulfúricos, y aún sirve como escapatoria para la vista. Se presenta en dos fases: primero provoca un estado de vigor y de alerta extrema, y después un vertiginoso espasmo de impotencia. El proceso, que parte de la experiencia material, desencadena una singular actividad imaginativa, no apacible sino violenta: un viento racheado y furioso que arranca las losas de los tejados. La acústica del rojo corresponde a la de mil tambores que redoblan en compás binario, un-dos, un-dos, marchando en columna.

El rojo es el color de la ansiedad y del traqueteo cardíaco; el color de lo que se avecina, el color del mundo extramuros.

Imagen: Agurdión

6 de xullo de 2009

El verano

El Prado Viejo: es una parcela trapezoidal de 0,45 hectáreas conformada por un recinto principal de pastizal, que tiene una inclinación media hacia el norte de un 8,8%; y por otro recinto menor de prado arbustivo, que se sitúa en el extremo más bajo y que está atravesado por un curso de agua.

El castaño:
está situado en la parte alta de la parcela. Su tronco, oculto por las hiedras, tiene una circunferencia de alrededor de 3 metros en su parte más gruesa. A principios de julio, la copa se encuentra cubierta de amentos colgantes de color dorado de entre 10 y 20 centímetros de largo.


La hierba: ha sido cortada, pero no recogida. Los largos tallos secos están tumbados en bandas paralelas por toda la superficie del prado. Conforman una gran sábana amarilla sobre la que vibra una nube de saltamontes.

La acústica: los niveles acústicos se man
tienen constantes en torno a los 12 decibelios, si bien se percibe una alta densidad de timbres a causa del fragor de los millones de insectos que habitan el aire y la hierba.

Un niño: ha levantado una piedra, y debajo ha aparecido un hervidero de bichos que ahora corren como locos para esconderse en otra parte. Son tantos y tan raros que es difícil ponerles nombre.

Las condiciones atmosféricas:
a falta de una hora para el ocaso, la temperatura a la sombra es de 28 grados centígrados. El cielo está despejado y no sopla el aire. La presión atmosférica es de 1025 milibares, y se prevé estable durante los próximos días.


Imagen: Bernard Palissy, Plato rústico, siglo XVI (fuente: Wikipedia)

23 de xuño de 2009

La otra orilla

Yo os bautizo en agua para que os arrepintáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y yo no soy digno de descalzarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
(Mateo, 3, 11)
La noche de San Juan es otra fecha apropiada para una entrada meta-blog, en la medida en que, cambiando el agua por el fuego, supone un ritual de muerte y renacimiento. Las hogueras son también un limbo donde las cosas viejas arden y se convierten en ceniza, como una forma de anunciar que lo que vendrá después será nuevo y tendrá las energías renovadas.

La vieja tradición pagana celebra en el solsticio de verano que las cosas siempre vuelven al principio, que la vida siempre se reencarna y empieza otra vez. El hombre, en comunión con los ciclos naturales, celebra su inmortalidad; celebra el calor de la sangre como fuerza generadora que trasciende la propia existencia individual.

El cristianismo recoge la misma idea de la regeneración, pero despojada del sentido de fecundidad. Por eso, no es casual que el cristianismo haya q
uerido neutralizar la dimensión orgánica del sosticio de verano con la festividad del Bautista, que representa un rito de purificación moral y, en definitiva, la resurreción del hombre en el seno de la Iglesia.

En un nivel popular, lo cristiano y lo pagano no se oponen. A
gua y fuego se complementan como las dos caras de una misma moneda, y simbolizan esencialmente lo mismo. Ambos son el instrumento de múltiples ritos de pasaje que suponen el retorno del ser a las fuentes originales de la vida. Lo mismo que hay mundos opuestos en ambos extremos del agujero de un árbol o de una piedra, la inmersión del bautismo o el salto de la hoguera son un túnel del que se sale fortalecido.

En Portugal, las alcachofas de San Juan se quemaban y replantaban con la esperanza de verlas florecidas al día siguiente, como prueba de amor correspondido. De forma parecida, esta agua oscura, tan terrible como un incendio, tiene propiedades pur
gantes, porque a través de ella toda pertenencia es devorada y asimilada al gran músculo del río, y en la otra orilla todo vuelve al principio.

Imagen: Jonás arrojado al mar (s. IV), catacumbas de los Santos Pedro y Marcelino, Roma.

9 de xuño de 2009

El enlace roto

Normalmente es fácil atar a alguien que te interesa a través de un número de teléfono, una dirección electrónica, o una cuenta de Facebook. Cuando alguien está interesado por otra persona, normalmente busca agenciarse lo antes posible alguna de estas puertas de enlace y, a partir de ahí, trabaja en forjar un interés personal recíproco.

Parece que, desde que tenemos abierta una de estas puertas de enlace, todo es más fácil. Ya no hay que luchar contra el espacio y el tiempo buscando la ocasión para conquistar el corazón de quien nos gusta. Ya no hay que esperar en la fuente, o buscar entre la gente de la fiesta. Visto este escenario, el manido cliché del amante que espera toda su vida ha perdido el sentido. Si alguien no viene, basta con llamarlo para librarse de toda incertidumbre.

A través del sistema de puertas de enlace, la comunicación se ve condicionada por un canal anodino, cuyo caudal de información es tan elevado que merma la significatividad de cada intercambio. Creo que muchas veces queda aplacado el interés por la otra persona en el momento en que la comunicación queda asegurada a través de una dirección electrónica, y nada apremia a aprovechar una milagrosa coincidencia física.

Por eso me parece divertido conocer a una persona que me gusta, y a la que quizá le guste, pero con la cual no se han dado las circunstancias adecuadas para efectuar un intercambio de puertas de enlace. Cuando esta situación se prolonga en días diferentes e inesperados, la cosa cobra importancia, y cada ocasión adquiere una apariencia extraordinaria. Entonces voy a buscar a esta persona a la fuente, por si acaso apareciera; o la busco entre la multitud, con la plena convicción de que si me viera, aunque nunca me hubiese dicho nada al respecto, estallaría loca de alegría.

Imagen: Andrea Alciato, Emblemas. La Ocasión, ilustración del emblema CXXI, Leiden (1591).

28 de maio de 2009

Color #3: amarillo chillón

El amarillo es un color amable y placentero, propio del mediodía, cuando la luz es más intensa y las sombras más pequeñas. No está propiamente en el cielo, sino en los objetos iluminados por él, que se aparecen ante los ojos plenos de vida y sentido. El amarillo es el color de las cosas inmediatas: de los juguetes nuevos, de las rebajas y de los buenos cotilleos; es el empuje de las pequeñas ilusiones: de tener una cita por la tarde, del primer día de vacaciones. Es la alegría sencilla, la risa descontrolada de un chiste, que recorre el cuerpo sin necesidad de comprenderse. Huele intensamente a un ordenador nuevo, justo al ser retirado del embalaje; o a las barracas de una feria, con sus tómbolas y su noria.

Cuando el cielo resplandece, no existe; duelen los ojos al levantar hacia él la vista. El amarillo invita a la concentración en lo que está en la tierra, cerca del observador. Invita a usar gafas de sol; o aún mejor, a adquirir unas nuevas acordes con la moda de la temporada. El amarillo ejerce una función inhibitoria de la imaginación causada por la inflamación de lo concreto. Provoca un estado de hiperactividad durante el cual los sentidos se aguzan y la experiencia sensorial se intensifica en términos de placer. Su acústica suele ser la de un acordeón en compás de 3/4, seguramente un vals de Amélie.


El amarillo es el color de las ganas de participar, del tiempo que está vivo; del presente alegre, leve y sin perspectiva.


Fotografía: Agurdión.

20 de maio de 2009

Bailar con los lobos

Irónicamente, las personas que más nos importan en la vida suelen ser aquéllas con las que no nos hemos acostado nunca. Por el contrario, muchas de las que entran en nuestra cama son efímeras, coyunturales, y acaban desplazadas a un lugar periférico de nuestra memoria, algunas veces por repulsión, otras simplemente por indiferencia.

Ésta debe de ser la razón por la que, para llegar a cosas tan íntimas, existe quien prefiere antes lo siniestro que lo evidente, antes lo terrorífico que lo amable, antes bailar con los lobos que con los corderos. Me pregunto entonces si esas personas no entienden el sexo como cierta expresión de desprecio.

Imagen: Andrea Alciato, Emblemas. Ilustración del emblema CLIV, Leiden (1591).

27 de abril de 2009

Color #2: gris plomo

El gris plomo es el color más sombrío, porque es el color del mundo cuando el sol acaba de ponerse y es domingo y mañana hay cole. Es el color de la resaca, de la hipotensión y del desmayo. Es el color de lo que no tiene color, de lo que no huele a nada. Su mayor intensidad la alcanza en la hora de meterse en cama, cuando el silencio es tan grande que hasta se oye el corazón en los oídos, y las sábanas están frías.

El gris plomo es el color del cielo cuando es más pequeño, cuando ha desaparecido bajo un manto uniforme de nubes; es el color de la niebla, el color de la noche cerrada. Provoca una sensación de intensa realidad, como el pinchazo de una aguja; inhibe el ensueño y la imaginación, inflamando la presencia de los objetos inmediatos, que se aparecen tan sólidos como insulsos. Su acústica corresponde a la de los días de lluvia, a la de los trasteros, donde el mundo queda ensordecido y uno sólo se oye a sí mismo.

El gris plomo es el color del tiempo que se agota, que marcha redoblando hacia atrás; es el color del futuro incierto y del miedo.


Fotografía: Agurdión

5 de abril de 2009

La casa

El agujero: era una muesca cóncava en el centro del umbral de piedra, por donde el lobo metía la patita pintada de blanco. Siempre que yo entraba en la casa, me detenía mirando aquella extraña forma, maravillado por la casualidad que la había colocado justo en aquel lugar.

Las culebras:
salían de repente de entre la hierba seca que se apilaba en el zaguán, junto al establo, y ondulaban por el pavimento, barridas por una escoba de retama hacia el agujero del umbral.


Una gran cabeza astada:
asomaba en el ventanuco del pesebre, como expuesta en un escaparate, y comía entre ruidosos bufidos
tréboles y largas briznas, la lengua morada, la nariz húmeda y la frente dura como el mascarón de proa de un barco.

El piso de arriba:
se estremecía con las embestidas del ganado, que por veces levantaba la cabeza más de la cuenta. Cada impacto se propagaba como un redoble por todo el entablado, e iba animando gemidos y tintineos en los objetos.


El reloj de pie:
tenía un péndulo abollado de color dorado, una clavija para dar cuerda y, según mi padre, un peligroso mecanismo en tensión que, si se manipulaba, podía dispararse como una ballesta. Custodiaba la entrada a un pasillo lleno de armarios donde, como en la caja de una guitarra, reverberaban los segundos.


El moribundo:
había sido un hombre infame, y ahora moría solo en aquella habitación, al fondo del pasillo. Yo fui a visitarlo en secreto, picado por la curiosidad, porque quería saber cómo era la muerte. Lo encontré allí, tendido en su cama, respirando ruidosamente, iluminado por la ventana que daba al campo de los manzanos. Y me vio; se percató de que yo lo miraba como si sólo fuese un objeto asombroso, como si fuese una culebra retorciéndose al sol. Recuerdo nítidamente aquella escena y el tétrico espacio alrededor: colgado en la pared, un gran reloj de madera sin agujas; en el otro extremo de la habitación, una cama vacía, sólo con un gran somier de horribles alambres oxidados. Tuve miedo y me fui corriendo.


El desván:
se accedía al bajocubierta por una escalera muy deteriorada que se escondía tras un armario del pasillo. El lugar estaba tenuemente iluminado durante el día, cuando la luz del sol se filtraba por entre la pizarra del tejado. Allí había mucho polvo y muchas cosas viejas. Lo más impresionante era una tremenda colección de cabeceros de cama. Estaban apoyados los unos sobre los otros, todos recios, enormes y petulantes, cada uno en su forma y estilo, aquí y allí volutas, listones y pináculos. Y todos estaban enterrados bajo el mismo polvo ceniciento.

*Imagen: Caspar David Friedrich, Vista desde la ventana derecha del estudio (1805-06)

25 de marzo de 2009

Conjuntivitis alérgica

No será nada nueva la analogía, y mucho menos tiene valor científico alguno. Pero una y otra vez he pensado últimamente en lo mucho que se parecen los dolores del alma (o, por no usar un apelativo tan estirado, el sufrimiento psicológico de la raíz que sea) a las heridas y enfermedades superficiales de la carne.

Tengo un extraño enrojecimiento a la altura de la tibia, en la pierna derecha, que varía cíclicamente de intensidad, unas veces hasta desaparecer, y otras hasta descamarse. Sea lo que sea, los motivos por los que un día pica y otro se calma no parecen estar ahí fuera, sino aquí dentro, en mi propio cuerpo.

Del mismo modo, la tristeza a veces me asalta desde dentro de la muralla, como si hubiese estado oculta en un caballo de Troya, mientras constato que nada hay fuera que me amenace. Entonces, toda mi conciencia se repliega inflamada en torno a la herida, como un cuerpo amoratado y febril por causa de una miserable muela, y siento una gran invalidez. Sin saber cómo, sin que suceda nada, un día la inflamación remite.

Ésa es la gran paradoja: cuando la tristeza sólo está en mí mismo, siento la obligación de controlarla, porque es mía, porque no dependo de terceros. Sin embargo, no es más fácil que si estuviese claramente fuera, en manos de un tercero. Si la ansiedad, la tristeza o el miedo estuviesen provocadas, pongamos por caso, por un desconocido que se dedica a intimidarme, quizá estuviese a su merced; pero lo extraño es que lo esté cuando la cosa depende de mí, cuando está en mis manos...

La conclusión es absolutamente lógica: el cuerpo también
me es ajeno en muchos sentidos, no me pertenece, va por libre, como el desconocido que se dedica a intimidarme. El cuerpo, y con él la mente, realizan constantemente un sinfín de tareas que se encuentran fuera de mi control. Cada una de las palpitaciones de mi corazón me es tan ajena como una cigüeña poniendo un huevo en aquel campanario, es decir, es objeto y no sujeto.

Del mismo modo que mi extensión orgánica se me aparece como un objeto más del mundo, sometida al capricho de insondables fluidos, también los pensamientos me acometen desde fuera. Los dolorosos me llegan como una pedrada, como una crisis alérgica, como un apéndice que se ha inflamado y asfixia a la conciencia; los placenteros llegan como un sueño, o como un beso. Y todos ellos están ahí fuera; llegan de improviso, se apoderan de mí y luego se van.

Imagen: Joan Miró, El beso (1924)
Entradas relacionadas: Horizontes; Conjuntivitis alérgica (II)

8 de marzo de 2009

Elogio del recuerdo

«Esa dicha de la contemplación sin volición es finalmente la que dota de un encanto singular a lo pasado y lo lejano, y por medio de un autoengaño nos los presenta revestidos de una luz tan embellecedora. Al recordar los días de un pasado lejano vividos en un lugar distante, son sólo los objetos lo que nuestra fantasía evoca, y no el sujeto de la voluntad, que, entonces como ahora, llevaba consigo sus penas incurables; pero éstas están olvidadas, pues desde entonces ya han dejado lugar a otras. La contemplación objetiva actúa en el recuerdo como actuaría en las cosas del presente si nos propusiéramos entregarnos a ellas libres de la voluntad. Ésta es la razón de que, especialmente cuando alguna necesidad nos inquieta más de lo habitual, el recuerdo repentino de escenas del pasado y de lo lejano se nos aparezca como un paraíso perdido.(...)»

Arthur Schopenhauer,
El mundo como voluntad y representación

Madrid: Akal, 2005

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19 de febreiro de 2009

Color #1: azul pálido

El azul pálido es el más hermoso de los colores, pero el menos común. Su mayor intensidad la alcanza el primer día de primavera, cuando languidece la tarde, acaso si el día está soleado y la piedra caliente. Es el color del viento que regresa cada cierto tiempo, que nos saluda descorriendo largas nubes serpentinadas, y que se va dejando el espacio infundido de olores lejanos.

El azul pálido es el color del cielo cuando parece más grande. Provoca una sensación de anestesia y sueño, donde las imágenes proliferan libres y vaporosas, y se deslizan como la seda entre los sesos. La acústica del azul pálido corresponde a la de los lugares abiertos, a la de las cumbres sobre el páramo, donde puede apreciarse en lo más profundo el ronco acorde del mundo, la respiración del gigantesco animal que duerme.

El azul pálido es el color del tiempo detenido, el color del recuerdo y del escondite.

Fotografía: Agurdión

8 de febreiro de 2009

Fósiles (II)

Los objetos, decía, parecen nuestros algún tiempo, y luego se van quedando relegados en el ostracismo, sedimentados en los arrabales del espacio de la vida, al lado del camino, donde ha crecido la maleza. Un día nos salimos casualmente fuera del carril y tropezamos con una de aquellas cosas; la desenterramos, la contemplamos fascinados y la devolvemos a la civilización, al centro del camino, para poder admirarla todos los días resucitada como un bronce de Riace, que infunde su historia a un presente incierto y sin espíritu.

Más allá del ardor posesivo, hay valores informativos escondidos en los objetos de nuestro alrededor. Los objetos pueden ser contenedores del pulso de la vida pasada y,
en el acto de describirlo, pueden infundirnos por un instante sensaciones olvidadas. Pero una cosa es tropezar con algo, devolver al mundo lo que estaba bajo el mar, y otra es que previamente lo hayamos estado buscando, con la mera intención de devolverlo a nuestra zona de control.

El material con el que he topado esta vez son los correos que intercambiaba con una amiga hace unos diez años. Quizá no sean muchos años, aunque como por aquel entonces estaba yo aún en el instituto, la distancia me impresiona. Los descubrimientos que se pueden hacer en este tipo de documentos no tienen precio. En particular, reparé en uno de mis envíos. Lo más llamativo (y vergonzoso) para mí fue ver cómo una y otra vez me enredaba en el lamento, en una visión ominosa de la vida, cuando andado el tiempo me he fabricado una imagen idílica de aquella época. Otra vez, he vuelto a caer en la cuenta de que los recuerdos son pura representación, y no nos dicen toda la verdad acerca del presente al que remiten.

Al final de este correo, yo hacía referencia a un curioso documento que ahora no sabría encontrar, una carta recibida por mi madre a finales de 1981, que yo usaba como coartada para hablar de uno de los comunes denominadores de mi vida. Se trata de la preplejidad ante el hecho mismo de existir, una perplejidad absurda por cuanto ha llegado intacta hasta el presente, sin haber producido nada, como el insistente golpeteo de una mosca sobre el cristal de una ventana.
Esto decía yo:

«El otro día vi una carta que una prima de mi madre le escribió a ella hace bastantes años. De repente, al leer, advertí que decía: "¿y cómo estás?, ¿ya se te nota?, ¿y qué sientes?, ¿se ha movido alguna vez el muchachito? No te imagino a ti así". Me quedé soprendido y casi espantado. Porque se refería a mí. Cuando determinados sucesos te hacen pensar en lo que de verdad fuiste un día, tu cabeza pega muchas vueltas. No sabes si preguntarte si eras o no eras tú en realidad aquel engendro que vivía, pero que no recuerdas. (...) Es fascinante y macabro tener que admitir "que un día naciste", que un día no eras y al día siguiente ya eras. Que nos hemos pasado muertos infinitos años del pasado, y estaremos muertos infinitos años del futuro, pero que, en un momento dado, en un ínfimo espacio temporal, una lucecita se encendió y vivimos.»

Yo creo que la grandeza de este tipo de hallazgos es que nos colocan ante nuestra propia vida, nos permiten observarnos desde fuera, como un objeto más en el mundo. Me pregunto, ¿qué pasará con todas estas cosas cuando ya no estemos? ¿Dejaremos que sean devoradas por entrometidas manos? ¿O será mejor quemarlas antes?

Imagen: Urbano Lugrís, Habitación de un viejo marinero (1946)
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11 de xaneiro de 2009

Fósiles (I)

Recientemente he vuelto a dedicarme a la arqueología. A la exhumación de las cosas viejas que, en sucesivos estratos, se van acumulando en casa, y de cuyo estudio puede derivarse una mejor comprensión de la vida de uno mismo.

Hay mucha gente arrebatada que, al terminar una relación sentimental, al perder a un ser querido, lo quema todo. Me la imagino arrasando la casa, como en una inspección de la Gestapo, echando a bulto en una bolsa de plástico los objetos de las mesas, los cuadros de las paredes y los libros de las estanterías. "Hay que olvidarlo", dicen, "es lo mejor".

Semejante comportamiento me parece residuo de una concepción animista del mundo material, de tal forma que un peluche no es sólo una forma de recordar a alguien, sino que ese alguien habita espiritualmente el objeto, o incluso se ha reencarnado en él. Así que, una vez deseamos que alguien desaparezca de nuestra vida, el objeto adopta una condición fantasmagórica y amenazante, y debe ser destruido.

Melancólico y replegado frente al futuro, suelo ver los objetos a mi alrededor de forma muy distinta. De no ser por las limitaciones espaciales y temporales que la vida impone, yo lo tendría todo catalogado como si fuese un historiador. El empeño que hoy ponen los poderes públicos en preservar la memoria nacional contenida en sus monumentos es conceptualmente el mismo que pongo cuando guardo una carta. Tengo la sensación de que, como si se tratase de una cámara funeraria del mundo antiguo, la redescubriré casualmente algún día cargada por fin de un significado redondo y revelador.

Los objetos no me dan miedo. Son sólo objetos, huella de algo o de alguien que pasó. En ellos se contiene una parte necesaria de la vida: la memoria. Y en ellos puede leerse, puede aprenderse, en tanto que no son sólo activos sentimentales, sino también informativos. No son sólo para el recreo estético, si es que son bellos en sus formas, o si contienen hermosas palabras; sino también un documento, una explicación, una forma de conocer y reconocer la vida, si es que nos interesa algo más que el aquí y ahora.
(sigue)

Fotografía: Agurdión.
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5 de xaneiro de 2009

La promesa

De pequeño estaba inquieto, daba vueltas presa del impulso de ir hacia delante; asomaba la cabeza intentando ver lo que habría por encima de aquellas piedras, más allá de aquellos bosques y aquellos prados. Esperaba con emoción lo que estaba por venir, la inmensa extensión de la vida, las experiencias que me saciarían. Como se me antojaba una promesa de felicidad, encontraba que el mundo circundante era un lugar hermoso. Aquella euforia, que parecía un lugar de paso, un estado previo a otro mucho mejor, era en realidad la cota máxima de felicidad que he conocido.

Es un discurso viejo, la vieja historia del hijo pródigo, de quien busca mucho algo que siempre tuvo ante sus narices, o la de quien emprende el regreso a sus raíces tras haber visto lo suficiente del mundo. Como por una especie de impulso biológico, el final se encuentra justo al principio y entonces todo encaja. Las viejas historias, los cuentos de la infancia, se aparecen plenos de sentido ante los ojos. El impulso de la vida se enfría; la carga de caballería empieza a debilitarse, a titubear, a perder velocidad; los caballos se van deteniendo y, desordenadamente, dan media vuelta. Cuando se cancela la promesa, cuyo rostro nebuloso e inconcreto nos impulsaba por la tierra, es posible descubrir el amor en lo que tuvimos.