Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

31 de decembro de 2011

Fantasmagoría

Amarillo cae sobre Aguas
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15 de decembro de 2011

Los últimos habitantes del escondite

Los últimos habitantes del escondite nunca fueron muy amigos míos, pero debo reconocerles su mérito en las horas finales de aquel lugar. Su fama se la ganaron al ser heroicamente los últimos en abandonar el barco, demostrándose los únicos preparados para ello. Y cuando ya no quedaba nadie, ellos aún se mantuvieron años allí, encarnando la esperanza de la rama verde en el árbol seco.

Aquel era todo un equipo, variable en número, de más de veinte gatos de todos los colores y tamaños, todos ásperos, rudos y esquivos, que pululaban por la casa sobre todo a la hora de las comidas. Entre ellos había figuras bien conocidas, miembros distinguidos por su color o porte, para los que existía un nombre e incluso una pequeña historia; otros en cambio eran del todo anónimos, bien porque pertenecían a esa familia de gatos grises sin otra singularidad, bien porque sólo se sumaban de pascuas en ramos. Con todo, ausencias y rotaciones eran de sobra compensadas por las nuevas camadas que periódicamente inundaban el pasillo y los establos.

Yo les guardaba a todos estos gatos abierto rencor, porque no se dejaban coger ni acariciar, porque no se comportaban como amorosas mascotas de salón, y apenas uno se acercaba a dos metros salían escopetados por cualquier rendija. Todo juego que con ellos podía establecerse era el de raspar el suelo delante de ellos con una ramita de retama, que los hipnotizaba como el paso de una culebra; y todo contacto venía después, cuando se abalanzaban sobre la ramita o sobre las manos que la movían con sus garras afiladas. Cuánto me arrepiento hoy de querer que fuesen de otra forma.

Una vez, con la ocasión de una de aquellas nuevas camadas, alguien tuvo la ocurrencia de que podía entregar uno de los diminutos y llorones gatitos como regalo a una chica de la ciudad. Y la emplazó tranquilamente a venir a recogerlo, como si esperase empaquetado y con un lazo. Toda la tarde estuvieron todas las gentes de la casa movilizadas para atrapar uno y, ya a punto de desistir, un último intento sirvió para arrinconar a uno de aquellos animalitos, que se marchó en una caja de cartón con una cara de terror inolvidable.

Los gatos se marcharon más tarde que todos los demás animales: más tarde que las vacas, por supuesto; y más tarde también que el gallo; incluso más tarde que Gris, que fue el primero que tomó las de Villadiego cuando ya no quedaba persona alguna en el lugar, mudándose a una aldea de la parroquia. En las visitas semanales que aún pudimos hacer durante un tiempo, los gatos siguieron fieles a su estilo: surgían inmediatamente de la maleza para colarse por entre las rendijas de los muros, como si viviesen misteriosamente agazapados en los desolados campos, y se arremolinaban en torno a la comida que les llevábamos, reanimando el aire estancado de la casa con sus colas tiesas y sus delicados maullidos.

30 de novembro de 2011

Entretenimiento y caducidad (II)

Notas para una teoría del videojuego como objeto artístico (2ª parte) [viene de aquí]

La obsolescencia programada caracteriza en nuestra cultura a los productos de consumo, diseñados para caducar pronto con el objetivo de mover al consumidor a comprar otros nuevos. Cualquier objeto de arte se ha definido históricamente en contra de este planteamiento, aspirando a un valor absoluto, independiente de cualquier novedad posterior. Este valor absoluto es algo que buscan tanto el artista como su público en cada obra, como si fuese la médula misma del arte, y la historiografía no ha perdido ocasión de defenderlo. Por ejemplo, podemos cambiar nuestra apreciación del románico, pero su belleza no caduca ante la arquitectura del acero y del cristal; la etapa azul de Picasso no queda minimizada por las Señoritas de Avignon; ni Vermeer anula a los Van Eyck; ni la Sagrada Familia puede ningunear a la catedral de Chartres. Ni siquiera el arte contemporáneo, embarcado desde finales del siglo XIX en una carrera por renacer continuamente, escatima la fe en el valor absoluto de la obra, no condicionado ni relativizado por la oferta del mercado. Del mismo modo, el cine no tiene fecha de caducidad, y los cinéfilos acuden sin discriminación a películas antiguas o modernas, con independencia de los medios técnicos que empleen.

En cambio, el videojuego aún está hoy, y no sabemos si dejará de estarlo, demasiado sometido a la caducidad, una caducidad que se deriva principalmente de la cambiante tecnología de que depende, y que dota a cada nuevo producto de una inquietante apariencia de provisionalidad. El peso del factor tecnológico en el mundo del videojuego es consecuencia de su concepción ilusionística dominante, sin negar por ello la existencia de otros estilos gráficos, más bien asociados a máquinas de limitada potencia (móviles, etc.). Como sucedió en la pintura durante muchos siglos o en quinientos años de escultura griega, muchos jugadores de videojuegos aún valoran mucho el ilusionismo de la representación, es decir, por lo general su naturalismo, cuando no fotorrealismo. La vieja carrera por acercarse a la visión natural está abierta en la representación por ordenador, y en tanto tenga margen para continuar seguirá siendo imprescindible renovar PCs, consolas y tarjetas gráficas cada pocos años. Y es que el artista aquí no trabaja un único material concreto -el lienzo, la piedra-, sino un complejo sistema geométrico-matemático que automatiza a posteriori una máquina específica.

Mientras que el cine es una sucesión de imágenes fijas que puede traducirse a muchas tecnologías diferentes, y para el cual un mismo dispositivo puede abarcar pasado, presente y futuro, el videojuego es un programa informático diseñado expresamente para una determinada maquinaria. Y ello conduce lamentablemente a la dificultad de recuperar lo viejo, así como de acceder a lo nuevo. Aquí radica precisamente la imposibilidad de crear con el mundo del videojuego un concepto tan útil para el cine como el de FilmAffinity: sencillamente es un trabajo arduo estudiar uno por uno cómo poner en marcha los viejos juegos, pese a las ayudas como DOSBox. Por no decir que el valor que se le da a todas estas piezas antiguas es enormemente relativo: por lo general se recuerdan y se revisitan sólo como objetos de nostalgia, pero, salvando escasos conceptos clásicos -como Tetris y otros no pensados en clave ilusionista-, la función lúdica se considera tan perdida como la utilidad de una máquina de escribir. Y una vez perdida esa dimensión utilitaria del juego es cuando vemos realmente lo que queda del arte, si algo queda. La radical ruptura producida con cada generación de juegos ilusionistas es lo que impide valorarlos bajo un mismo criterio, lo que pone muchas trabas a intentos como el de GamesAffinity.

Y no sólo eso, sino también las necesidades de tiempo que implica conocer un videojuego son un elemento en contra de su reutilización. Así como una película se puede revisitar en un tiempo limitado y asequible, la creación informática requiere para ser recorrida un aprendizaje técnico y grandes cantidades de tiempo: decenas e incluso cientos de horas, y aún a veces no es suficiente para descubrirlo todo de ellos, contando además que cada jugador interactúa de una forma particular y distinta. Y así, volver a un juego viejo resulta poco motivador cuando ha caducado su función lúdica, pues la pura curiosidad arqueológica suele quedar satisfecha en un par de pantallas. A los flamantes nuevos, en cambio, unos llegan como turistas que miran superficialmente, constatan lo general y se pasan quizá un par de horas intrascendentes; mientras que los auténticos aficionados llegan verdaderamente ansiosos y experimentan, por lo general, el siguiente proceso: 1) impacto inicial durante la vigencia del efecto ilusionista, de unas pocas horas desde el estreno; 2) fase propiamente de juego, de la mayor duración, donde los objetivos competitivos pasan al primer plano, y que a veces se acompaña de la fase de ofuscamiento, donde estos objetivos pasan a ser un deber y el juego un sufrimiento, punto en el cual ya no se puede estar más alejado de una experiencia estética; y 3) de manera opcional, fase de aburrimiento, en la cual el jugador se enreda en las más variopintas faenas, por las que acaba descubriendo la cara más absurda de la realidad virtual en sus limitaciones mecánicas y sus bugs. En este punto, el juego ha caducado, se ha quedado desnudo como un mago al que se le pilla el truco, y ya los que parecieran potentes gráficos no dicen nada especial: el ciclo debe comenzar otra vez.

En fin, entretenimiento y caducidad vienen a sumarse aquí para significar casi lo mismo: lo que no permanece, lo que pronto se olvida. La historia del videojuego es demasiado parecida a la historia de las máquinas como para ser valorado a la ligera como un objeto artístico tradicional. Es casi siempre una creación industrial efímera, un objeto concebido para ser consumido acríticamente en un espacio de tiempo predefinido, fabricado al compás de la novedad tecnológica y con una validez muy limitada. Su diseño y concepción están guiados por la ideología del entretenimiento y por el culto a la maravilla tecnológica como sucedáneos de la experiencia estética, pero para ello se vale no pocas veces de la poética de otras artes, como la pintura, el cine o la música, cuyos lenguajes ha demostrado saber manejar correctamente, y algunas veces también con sensibilidad. Entre esas veces está, pienso, cuando se ha querido apoyar en un arte eminentemente representativo, y ha retomado a su manera la vieja competición de la pintura paisajista, durante cientos de años peleada por plasmar con la mayor fidelidad los fenómenos naturales, como las montañas, los mares, la luz de cada hora del día, los soles y los resoles, las nubes, la niebla, la calima...

En todo caso, el videojuego será arte en tanto tal o no lo será en absoluto; pero no puede serlo parcialmente por contener algo de buen cine, o algo de buena pintura, o algo de buena música, si lo demás es basura. Ni el aspecto utilitario ni el carácter tecnificado e ingenieril de los mundos virtuales constituyen por sí solos valores estéticos, pero su mera presencia tampoco anula la posibilidad de un arte. Cierto que la arquitectura de mayor reconocimiento artístico se olvida hoy a veces de la comodidad y hasta de prevenir las goteras, así como la nouvelle cuisine no se destina principalmente a quitar el hambre. Pese a ello, el confort es una necesidad inherente al diseño de una vivienda exitosa, como lo es la resistencia de los materiales y la calidad de las instalaciones, lo mismo que en un coche es imprescindible la mecánica que permite su automoción, y no hay duda de que los aspectos más prácticos y prosaicos son compatibles con la creatividad y además tienen valor histórico y cultural.

Por de pronto, yo no menosprecio artísticamente un género con el que he disfrutado muchas horas, primero porque encarna uno de los más respetables exponentes de la cultura popular contemporánea. Y segundo porque creo que puede distinguirse en él lo bueno de lo meramente adictivo o incluso -lo que todavía parece más difícil- de lo nuevo. Conseguirlo depende del fabricante, pero también muy especialmente del público, y pasa al menos por trascender el ofuscamiento mecánico y el fanatismo acrítico, tan contrarios a la inteligencia y a la satisfacción que experimentamos cuando de verdad reconocemos una obra de arte.

[Actualización del 11/VI/2012: la polémica ya fue iniciada en Internet por el crítico de cine Roger Ebert, que en 2010 afirmaba que "ningún jugador de videojuegos actual vivirá lo suficiente para experimentar el medio como una forma de arte". En este enlace opone sus razones a las de Kellee Santiago, diseñadora y productora de videojuegos, que representa buena parte de la opinión de la comunidad de gamers]

Imágenes: dos caminos hacia la naturaleza. Par 1: escena del Tapiz de Bayeux, con Harold navegando hacia Normandía (siglo XI) y Mar encrespada en un muelle, de Jacob von Ruisdael (siglo XVII). Par 2: la costa de Flandes según Wings of Glory (Origin, 1995) y el sur de Vigo según Flight Simulator X (Microsoft, 2006), con escenario fotorreal confeccionado por Valentín Casares en 2009.

15 de novembro de 2011

Entretenimiento y caducidad (I)

Notas para una teoría del videojuego como objeto artístico (1ª parte)

La relación que una persona mantiene con los objetos que la rodean a lo largo de su vida condiciona en buena medida su idea de belleza. Así que no es de extrañar que, en una época donde proliferan las realidades virtuales con función lúdica, sean muchos los que han empezado a hablar de la novedad de turno para su consola como "obra de arte" u "obra maestra", entre otras coletillas traídas del mundo de la crítica y que revelan una voluntad de interpretar el objeto en función de cualidades estéticas.

Comprendo bien esta inclinación, pues los espejismos de la pantalla me han hipnotizado desde pequeño con más virulencia que el cine, sobre todo porque en ellos ya se anunciaba desde temprano la posibilidad de vivir otra vida, a cada generación tecnológica con mayor libertad y complejidad, y siempre con el aliciente de que cualquier error quedaba neutralizado por el carácter simulado de la experiencia.





Vídeos 1 y 2: capturas de Ultima VI: El falso profeta (Origin Systems, 1990) y The Elder Scrolls V: Skyrim (Bethesda, 2011). El videojuego de rol ha sido desde bien pronto un producto para la evasión a través de la construcción de universos alternativos. La misma voluntad evasiva está presente en los más recientes títulos, pero cada vez más a expensas de la concreción y del naturalismo del escenario.


Sin embargo, el videojuego como género audiovisual independiente no se presta con facilidad a ser valorado como
objeto de arte en sí mismo, al menos en el sentido más estricto del término. Esto no quiere decir que no posea en absoluto cualidades artísticas, sea en el aspecto técnico o creativo, sino solo que estas cualidades parecen a simple vista parciales, accesorias o de segunda fila, subordinadas al eje principal sobre el que gira todo, el entretenimiento, un fenómeno que hoy lamentablemente se confunde con una experiencia estética, es decir, con una forma de vivencia de la belleza.

Los principales problemas que presenta el más brillante videojuego que podamos encontrar en el mercado para poderlo equiparar a la idea del arte que encarnan aún hoy el cine, la música o la literatura se organizan a mi juicio en torno a dos grandes cuestiones:

La primera cuestión es, como ya dijimos, la relacionada con el entretenimiento, fenómeno típico de la cultura contemporánea al que tercamente se trata de incorporar un sentido estético: "tal película o tal libro son buenos porque entretienen". Sin embargo, es obvio que el entretenimiento por sí mismo no es suficiente para dotar a un objeto determinado de calidades artísticas, aunque pueda convivir con facilidad en uno que sí las tiene. El entretenimiento es comparable al valor utilitario de la primera de todas las artes, la arquitectura: está presente en la mayor parte de los casos, pero no es suficiente por sí solo para que un cobertizo cualquiera adquiera el valor de arquitectura. De modo similar al del videojuego, el cine es concebido muchas veces como mero pasatiempo, y de hecho no toda película adquiere el valor de cine. El ejemplo más radical y fácil de entender es el del cine porno, cuya dimensión utilitaria monopoliza cualquier cualidad estética que pueda atisbarse, y por lo tanto reclama del espectador simples juicios de gusto, mecánicos y no reflexivos. Hablamos aquí de productos cerrados, ensamblados con un significado rígido y acabado, porque toda interpretación viene de serie insertada en el producto.

La idea de "juego" implica ante todo entretenerse -también en algunos casos aprender-, y sólo después viene todo lo demás. Este entretenimiento proviene de un curioso factor que se ha dado en llamar jugabilidad y que es el puntal básico para que un videojuego funcione como tal, mientras que sin este puntal hablaremos de cualquier cosa, pero no de un videojuego. La pregunta es: ¿cómo puede ser la jugabilidad una virtud estética o artística?

El videojuego posee otro elemento singular, derivado de su naturaleza informática: debe ser desarrollado en una gran proporción por técnicos, es decir, especialistas encargados de su programación y no necesariamente implicados en el proceso creativo. Al igual que una obra de ingeniería, un videojuego no es una obra espontánea, estrictamente creativa o producto de la mera inspiración individual. En este sentido, de un modo similar al del cine, los productos resultantes son casi siempre de naturaleza colaborativa y entre ellos las obras de autor puras son realmente escasas. Pero en el videojuego la parte técnica es tercamente omnipresente: se pone de manifiesto la dificultad para delimitar y cuantificar el papel del técnico y de sus recetas entre tanto supuesto alarde visual; es decir, nunca está claro cuál es el reino del genio y cuál el de la máquina. Lo que sí está claro es que un videojuego es algo más que la superficie de su resultado, de la partida en sí, y atender solamente a eso es tan miope como reducir un puente portentoso a las veces que lo hemos recorrido por su calzada.

Sin duda, la audiencia del producto condiciona también su consideración entre el conjunto de las artes. El cine, por ejemplo, goza de una masa crítica lo suficientemente fuerte y amplia como para dotar al género de un alto nivel de prestigio. Es gente que, como especialista o como aficionada, habla y escribe sobre cine con un nivel de exigencia elevado, porque considera la reflexión estética una parte imprescindible de la vivencia de este arte. Los videojuegos en cambio llaman por lo general a un público muy distinto que normalmente se enfrenta al objeto oponiendo resistencia al juicio estético y sustituyéndolo por simples juicios de gusto, indiscutibles como decir que "me gusta el café". La mayoría acaba quedándose con la adictividad de la acción, poniendo como coartada unos gráficos espectaculares, una brillante música o incluso una buena historia. Para colmo, la valoración final del producto está condicionada por un factor más que problemático: la habilidad del propio jugador, quien malamente puede sacar algo en claro de la ficción que se le ofrece si es un competidor inútil, porque el exceso de sensibilidad no compensa la falta de reflejos.

Lógico: el videojuego, tal y como triunfa hoy, no puede usarse como punto de partida para la reflexión libre y detenida, al contrario que el cine, y si ésta se anuncia tímidamente en algún momento, rápidamente queda apabullada por la apremiante mecánica de la competición, por lo general matar y sobrevivir, y que superada la novedad suele convertirse en tiránica monotonía.
Curiosamente este aspecto mecanizado de la interacción prevalece en muchos juegos desde hace treinta años, pese a sus paulatinas mejoras visuales y argumentales. El usuario sigue afiliado al mismo ejercicio con el incentivo de la innovación escenográfica, y así lo que en un principio puede aparecer como un inmenso y profundo universo imaginario acaba minimizado y sometido a la dinámica narcótica del mata-mata. Que esta faceta pese tanto en el conjunto, y que de hecho constituya el videojuego propiamente dicho, supone un verdadero problema para juzgarlo como objeto artístico de por sí, lo que no impide considerarlo a veces como un objeto con una cierta dimensión artística, merecedora incluso de un sobresaliente.

El videojuego padece en este sentido un gran lastre simplificador. Algo de esta opinión está reflejado en un conocido manual de historia del arte, donde el profesor Jaime Brihuega hace referencia a un viejo juego de recreativas llamado Operation Wolf (Taito, 1987), al que califica de "producto miserable". De él dice que "a la imagen infográfica del videojuego se le tolera un raquitismo estético, literario y ético que los mismos usuarios considerarían inaceptable en otros órdenes de la cultura visual". Pero, en lo que respecta al plano formal, hoy no sería tan fácil sostener la acusación de raquitismo, dado el abismo acumulado por años de paulatinas mejoras gráficas, aún en pos de seguir machacando el mismo botón.

Es sabido que cada nueva técnica supone volver a aprender a pintar. Con el ordenador, un medio absolutamente nuevo, el hombre tuvo que construir desde cero las técnicas de representación del mundo, y así recorrió en treinta años desde el esquematismo del neolítico hasta el más escenográfico tenebrismo barroco, pasando por paisajes abstractos y por vedutas tan empíricas como las de Canaletto. Hoy sin duda muchos juegos son formalmente ricos y naturalistas, y constituyen representaciones exitosas del mundo sensible y sus fenómenos, emulando con credibilidad la experiencia visual al aire libre, todo ello al margen de que puedan palidecer ante el poco novedoso automatismo de la batalla. Este crecimiento gráfico nos introduce en la segunda gran anomalía del videojuego como objeto artístico: la obsolescencia programada. [sigue aquí]




Vídeos 3 y 4: capturas de Operation Wolf (Taito, 1987) y Battlefield 3 (EA Digital Illusions, 2011). La evolución de los shooters a lo largo de más de 20 años no está tanto en su mecánica de interacción, que por lo general se mantiene intacta, como en la decidida carrera por representar con el mayor detallismo -visual y acústico- la experiencia subjetiva del combate y su armamento. En este sentido, más que la naturaleza, el referente es la imagen televisiva de la guerra moderna.

31 de outubro de 2011

La cultura del silencio

«¿Qué tienen en común la explosión de la nave espacial Columbia, la crisis del New York Times y los escándalos financieros de Enron, Tyco Electronics, Worldcom, HealthSouth? Según The Concours Group and VitalSmarts, un grupo de asesores especializados en el management de crisis, estas organizaciones que tuvieron grandes dificultades en el 2003 compartían una misma "cultura del silencio". "Todos estos fracasos hubieran podido evitarse -explica el presidente de VitalSmarts, Joseph Grenny- si estas organizaciones hubiesen prestado más atención a un rasgo decisivo de su cultura: la manera en que gestionan las conversaciones cruciales", que comportan apuestas decisivas durante la aplicación de un proyecto y que tienen tendencia a ser eludidas por temor, conformismo o simple dejadez.

Un estudio de este mismo grupo de asesores, publicado en febrero de 2007 y titulado
Silence Fails, remata la cuestión. Realizado en Estados Unidos, mediante entrevistas a un millar de dirigentes de unas cuarenta empresas y el análisis de 2.200 proyectos industriales en sectores de actividad tan diversos como la industria farmacéutica, la aviación, los servicios financieros y bancarios, las agencias gubernamentales o los productos de consumo, llega a una conclusión sorprendente: el "silencio organizativo" es responsable del fracaso del 85 por 100 de esos programas.»

Christian Salmon, Storytelling
Trad. de Inés Bértolo

30 de setembro de 2011

El despertar del fantasma

Muchas noches, cuando veo la calle desde la ventana o cuando paseo por la concurrida avenida, regreso en sueños a aquel lugar y me imagino cómo se encontrará en ese preciso instante: con toda seguridad solo y en penumbra, sumido en el más absoluto silencio. Y se me antoja un lugar de paz y de perfección, inaccesible y oculto al mundo, de una hierba suave y fragante en la que recostarse sin temores durante largos años.

No hace mucho me encontraba yo, por una serie de circunstancias que no vienen al caso, no muy lejos de aquel lugar cuando cayó la noche. Decidí entonces que era mi oportunidad de hacer del sueño realidad o, más bien, por decirlo así, de comprobar hasta qué punto la estampa en la que yo creía tomaba realmente forma cada noche en aquel lugar misterioso.

Así que me adentré por los viejos caminos que tan bien conocía y desemboqué después de un tiempo detrás de los árboles, en ese amplio territorio sin luces dominado por la casa abandonada. No obstante ahora, al mirar desde los deprimidos prados del norte, los que de día más ensalzaban las vistas, ascendía por las nubes del cielo el machacante relámpago de los aerogeneradores, nuevos dueños de la montaña, desgarrando el delicadísimo resplandor de la luna y el silencio mismo que yo había imaginado.

No por ello me resultó menos sobrecogedora la imagen de aquel gigante abandonado cuando alcancé el viejo campo de los manzanos, al fondo del cual se alzaban los tupidos m
uros de piedra amoratados y las pequeñas ventanas disueltas en la tiniebla. Todo ello se aparecía bajo aquella luz extraña como el antiguo caparazón de un molusco prehistórico, como el retuerto cuerpo de una momia, hueco, fosilizado, progresivamente engullido por la vegetación y por un ejército chirriante de insectos que acudían a infiltrarse en sus destartaladas entrañas.

Ya con mucha dificultad avancé por entre las zarzas y las ortigas, parte anestesiado por la monumental presencia y parte convencido de la benignidad que en último término representaban unos picotazos que no hacían sino iluminar, a golpe de descarga eléctrica, un remolino de recuerdos felices.

Entonces, justo cuando desemboqué en el patio delantero y pude contemplar en toda su
amplitud la sombría fachada, se desató el horripilante sonido de la campana, el atronador e inconfundible bramido del viejo reloj de pedestal, palpitante como por prodigio en el abismo de aquella tumba. Sentí entonces el más simple y puro terror de toda mi vida, un terror vertiginoso que me paró el corazón durante doce campanadas reverberantes y espantosamente familiares.

Imagen: la mansión Derceto, escenario del videojuego Alone in the Dark (Infogrames, 1992)
Ilustración relacionada: Fantasmagoría

16 de setembro de 2011

El verano (II)

Cuando caigo en la tentación de arrepentirme de alguno de mis pasos, cuando me resbalo en los remordimientos que me llevan a preguntarme cuán distinto sería el mundo si no hubiese metido el zueco justo allí, en aquel ridículo bache, me respondo convencido y rotundo que todos y cada uno de mis errores han sido imprescindibles para vivir aquella historia, la mejor de todas las historias, cuyo recuerdo todo viene a compensarlo.

Llegué allí una tarde calurosa de verano, después de sentirme perdido durante cerca de una hora, atravesando un camino de apretada vegetación entre matorrales, pinos, encinas y alcornoques. En aquel punto, el sendero se abría a una especie de desfiladero rocoso y, como si un denso telón se descorriese de repente sobre mi cabeza, la luz y el aire que flotaban por todo el valle se lanzaron repentinamente sobre mí, avivándome de golpe todos los sentidos e
inflamándome de oxígeno el pecho.

Al otro lado de una amplia hondonada se alzaba el castillo que había estado buscando, tan grande que parecía que ya podía tocarlo, y al mismo tiempo inaccesible sobre su loma, separado de mí por las empinadas laderas y por el impenetrable matorral que invadía la cuenca del río que circulaba por el fondo. El camino todavía daba un buen rodeo hasta llegar al edificio, descolgándose lentamente en paralelo al barranco. Excavado durante cientos de
años por las ruedas de los carros, cuyas rodaduras eran todavía muy evidentes, cruzaba el río allá abajo, a través de un puente medieval tupido por la hierba.

El castillo vibraba con su piedra anaranjada a la luz del sol, mientras yo lo contemplaba desde el solitario camino de la falda opuesta. Así hasta que el naranja se fue tornando gris y el sol fue llevándose sus colores por entre los árboles de los montes. Entonces yo me agarré fuerte a la ramita retorcida de un arbusto y me obligué a esperar hasta que el cielo estuviese
completamente negro, decidido a volver a sentir la oscuridad de la noche en la naturaleza, allí por donde nadie pasa.

Poco a poco se iluminan las estrellas, pero no hay luna. De las cosas tan solo va quedando un vago reflejo amoratado. Aparecen los ruidos nocturnos del verano más agreste y se me presenta con emocionante familiaridad el bullicio de los habitantes de la espesura. Inicio la marcha lenta y cuidadosamente por el camino de vuelta. El ruido de mis pasos sobre la hierba se mez
cla con el que produce la desconocida horda de insectos, pájaros y reptiles, sin descartar algo más grande, que pululan en los recónditos laberintos del bosque. Y me siento pequeño, efímero, fácil de confundir con uno de estos seres que nacen y mueren en el monte sin dar noticia a nadie. Caigo en la cuenta de que no estoy solo, y entonces experimento un terror ambiguo, un ansia, una subida de adrenalina como los que gozan con robar en las tiendas o con hacer puenting: en el fondo me siento amparado por este tipo de amenaza invisible.

Tiempo después desemboco en la carretera y la euforia se va poco a poco disipando conforme se van multiplicando las luces de las farolas.

Foto: castillo de Torrenovaes (Quiroga, Lugo).

31 de agosto de 2011

La fortaleza y el escondite: las caras de la moneda

Metáforas ambas de una misma voluntad de retiro y evitación social, las ideas de un íntimo escondite primero y de una hermética fortaleza un poco más tarde se filtran sin disimulo en las entradas de este blog. La mayoría de las veces, las dos aparecen mezcladas por su parecido simbolismo, confundidas a raíz de su linaje misántropo, huraño y receloso de las gentes. Pero hay entre ellas diferencias fundamentales que las convierten en las dos caras opuestas de la misma moneda.

En realidad, el progresivo esfuerzo por construir desde este blog una fortaleza es una equivocación, una degradación del ideal, una pérdida. La fortaleza no es un lugar placentero ni deseable; no es un locus amoenus como el escondite. La fortaleza es un lugar que se pone de espaldas, que se construye con relación a, pero no independientemente de. Se trata de un acto de resistencia, de hacer un enorme esfuerzo por contener, a base de fuerza bruta, una serie de empujes provenientes de los alrededores, configurando
pues un islote asediado, una Constantinopla que está condenada a sucumbir ante un ejército cada vez más grande y convencido.

Cuanto más grande, espectacular y brillante es una muralla, cuanto con más orgullo se torrea y abandera, más crece su exposición a los ojos del enemigo y más se inflama el mito por los tesoros que contiene. En último término, la fortaleza acaba por alzarse en el medio y medio del país del que quiere protegerse, como infame pero codiciado protagonista, y su final ya es sólo cuestión de tiempo.
Por eso una fortaleza está muy lejos de ser un verdadero escondite.

Un verdadero escondite no está en el meollo del sistema ni sus muros ejercen tareas de contención de los empujes exteriores; al contrario, se encuentra en un lugar incierto, periférico, marginal, y sus muros se confunden con los árboles y con espesas masas de matorrales. El escondite es un lugar que no se define por oposición, pues sólo puede existir en un lugar ajeno a todo interés de la sociedad -sea por feo, por pobre o por desconocido- y no necesita esforzarse para prevalecer, tan sólo confiar en el poder de la más positiva ignorancia -de la propia y de la ajena- que protege contra catástrofes como la llegada de descubridores, exploradores, conquistadores y turistas.

En ningún caso puede el escondite ser un objeto de disputa para los humanos del momento, como lo es la otrora evitada orilla del mar, o los principales
destinos de vacaciones, o los más céntricos solares de las más importantes ciudades, o los percebes. Desde luego, el escondite representa todo lo contrario a lugares públicos de confluencia masiva, como una autopista, un museo de talla internacional o las más afamadas plazas del mundo, entre otros lugares donde queda terminantemente prohibido sentarse a comer un bocadillo, lógicamente para evitar el colapso que provocaría que todo el mundo lo hiciese, pues estos espacios están concebidos para la circulación ininterrumpida de grandes cantidades de personas. Pero tampoco debe confundirse el escondite con los reductos privados de ocupación restringida, cuando dicha ocupación se encuentra en litigio - véanse los más lujosos chalés en los lugares más privilegiados o la casa-fortín de Bin Laden en Abbottabad.

El escondite son los días que, tras un calor sofocante, amenaza tormenta, y entonces uno descubre con emoción que no hay nadie por los caminos de las afueras, porque todo el mundo se ha ido a la playa. Un escondite nunca puede ser la ciudad del valle, con sus graneros celosamente protegidos por las murallas, porque está siempre allí, inmóvil y a la vista de los hambrientos y desesperados nómadas, y sus muros son como los que hacen los niños en la arena para intentar detener la subida de la marea. Todo lo contario, el escondite es un rincón de la abisal caverna donde hace escala el cazador-recolector y donde se queda hipnotizado por el vaivén de los espíritus que proyecta el fuego sobre las paredes.


Imágenes: 1) Diógenes el Cínico viviendo en su tinaja, según J. W. Waterhouse (1882): ejemplo de acastillamiento dentro de la sociedad. 2) El autobús abandonado en que vivió Alexander Supertramp en Alaska, según la película Into the Wild (Sean Penn, 2007): ejemplo radical de escondite.

16 de agosto de 2011

El bufón y la Venus

«¡Memorable jornada! Desfallece el ancho parque bajo el ardiente ojo del sol, como la juventud bajo el imperio de Venus.

Ni un ruido que exprese el éxtasis universal de las cosas; hasta las agujas están como dormidas. Muy al contrario de las fiestas humanas; estamos ante una orgía silenciosa.

Se diría que una luz, siempre creciente, hace brillar cada vez más los objetos; que las flores, excitadas, arden el deseos de rivalizar con el azul del cielo en la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los perfumes, los empuja como humaredas hacia el astro.

Sin embargo, en medio de este júbilo universal, he observado a un ser afligido.

A los pies de una colosal Venus, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios encargados de hacer reír a los reyes cuando el Remordimiento o el Hastío los apresa, envuelto en su atuendo deslumbrante y ridículo, tocada la cabeza con cuernos y campanillas, acurrucado contra el pedestal, alza los ojos cargados de lágrimas hacia la Diosa inmortal.

Y sus ojos dicen: "Soy el último y más solitario de los humanos, privado de amor y de amistad, y muy inferior en este punto al más imperfecto de los animales. Pese a ello yo también estoy hecho para comprender y sentir la Belleza inmortal. ¡Ah!, Diosa, tened piedad de mi tristeza y de mi desvarío".

Pero la Venus implacable sigue mirando no sé qué, a lo lejos, con sus ojos de mármol.»

Charles Baudelaire
El esplín de París, VII
Trad. de Francisco Torres Monreal

31 de xullo de 2011

Lo que pudo haber sido

Me voy a quitar de la cabeza lo que pudo haber sido, me lo voy a quitar de una santa vez. No porque sea poco lo perdido por el canto de un duro, por una simple lotería, sino porque se hace ya odiosa la rueda del lamento, siempre repetitiva y previsible, lógica consecuencia de los esfuerzos por entrar en el juego, de la terca insistencia por ganar a la ruleta, de la ilusa esperanza de que uno puede prever el resultado de su esfuerzo.

Los objetivos no vuelan en línea recta, exponiendo fácil e ingenuamente su cola. Se mueven de lado a lado, cruzan a toda velocidad y luego caen haciendo tirabuzones para después volver a ascender, perderse en una nube, pasar por delante mismo del sol y, de repente, colocarse estratégicamente a nuestra espalda, soplándonos en el cogote. A los objetivos hay que dispararles con inflexión, un poquito por delante del lugar que ocupan en cada momento, calculando con agilidad su posible desplazamiento.

Sin esa habilidad, cada uno de nuestros pasos llegará tarde a su destino, desembocará estúpidamente en una estación vacía, y luego llega el desconcierto y la rabia por descubrir que las cosas más grandes no las perdemos a través de grandes decisiones equivocadas, sino de minúsculos despistes, ridículos olvidos y omisiones inexplicables. Por lo tanto, hay que poner fin a esa dinámica del lamento de los trenes perdidos, a esa carrera idiota por enmendar los despistes a base de grandes y fatigosísimos cálculos, y sencillamente romper con todo proyecto, con toda planificación del éxito, con toda persecución del ideal.

La mayoría de las veces decidimos sobre cosas pequeñas, anecdóticas, que no forman conjunto ni tienen un sentido de continuidad; sólo cuando las encontramos, generalmente muchos años más tarde, formando una enorme estructura unitaria y cerrada, nos damos cuenta de que no hemos decidido nada sobre el resultado final, y que para bien o para mal el desenlace de las cosas importantes viene dado y está fuera de nuestro control.

Este juego de ruleta está preparado para que ganen unos pocos a base de rentabilizar las inversiones de los que no ganan; por lo tanto, es necesario volverle la espalda a esa carrera interminable, frenética y asfixiante para fumarse la realidad tal cual viene, sin remordimientos ni ensoñaciones, sin la más mínima vergüenza, buscándose la vida como hacen los mejores: con la olímpica y emocionante improvisación de un perro, con la brillante ignorancia que escuece y desconcierta al legislador.

Foto: protestas en Grecia durante 2010. A la derecha el perro Lukánikos, alineado con los manifestantes. (AP)

31 de maio de 2011

La visita

«27. Monday. Travelled from Betanzos to Castillano. The roads still mountainous and rocky. We broke one of our axletrees, early in the day, which prevented us from going more than four leagues in the whole.

The house where we lodge is of stone, two stories high. We entered into the kitchen, — no floor but the ground, and no carpet but straw, trodden into mire by men, hogs, horses, mules, &c. In the middle of the kitchen was a mound, a little raised with earth and stone, upon which was a fire, with pots, kettles, skillets, &c. of the fashion of the country, about it. There was no chimney. The smoke ascended, and found no other passage than through two holes drilled through the tiles of the roof, not perpendicularly over the fire, but at angles of about forty-five degrees. On one side was a flue oven, very large, black, smoky, and sooty; on the opposite side of the fire was a cabin filled with straw, where I suppose the patron della casa, that is, the master of the house, his wife, and four children, all pigged in together. On the same floor with the kitchen was the stable; there was a door which parted the kitchen and stable, but this was always open, and the floor of the stable was covered with miry straw like the kitchen. I went into the stable, and saw it filled on both sides with mules belonging to us and several other travellers, who were obliged to put up by the rain.

The smoke filled every part of the kitchen, stable, and other parts of the house as thick as possible, so that it was very difficult to see or breathe. There was a flight of steps of stone, from the kitchen floor up into a chamber, covered with mud and straw; on the left hand, as you ascended the stairs, was a stage built up about half way from the kitchen floor to the chamber floor; on this stage was a bed of straw on which lay a fatting hog. Around the kitchen fire were arranged the man, woman, four children, all the travellers, servants, muleteers, &c. The chamber had a large quantity of Indian corn in ears, hanging over head upon sticks and pieces of slit work — perhaps an hundred bushels; in one corner was a large bin full of rape seed or colza; on the other side, another bin full of oats. In another part of the chamber lay a bushel or two of chestnuts, two frames for beds, straw beds upon them, a table in the middle. The floor had never been washed nor swept for an hundred years; smoke, soot, dirt everywhere; two windows in the chamber, that is, port-holes, without any glass; wooden doors to open and shut before the windows. Yet, amidst all these horrors, I slept better than I have done before since my arrival in Spain.»

Diario de John Adams, 27 de diciembre de 1779. Tomado de:
The works of John Adams, second president of the United States.

Boston: Little & Brown, 1851, vol. III, pp. 241-242.

16 de maio de 2011

La cerca

Al poco de llegar a nuestra nueva tierra, nos dimos cuenta de que las cosas no iban a ser tan sencillas como pintaban en un principio. En el proyecto las cosas se veían simples y fáciles de ejecutar. Montamos provisionalmente una gran tienda al pie de la roca, toda llena de cintas que ondeaban con la brisa de la tarde, y lenta e intuitivamente, sin aparejador ni canteros, comenzamos a levantar el muro oriental de la finca.

Al terminar, contemplamos satisfechos el trecho que habíamos levantado y nos fuimos a dormir. Pero a la mañana siguiente, nos encontramos con la obra extrañamente derribada y todas sus piedras esparcidas por el suelo como al principio. Un poco contrariados, volvimos a empezar fijándonos mejor en la colocación de cada mampuesto, como si desconfiásemos un poco de haberlos colocado mal la primera vez, de que nuestra mera intuición no fuese suficiente.

Al terminar, miramos aún más contentos que el día anterior el avance de la obra, y aún pensamos que haberla tenido que rehacer nos había permitido mejorarla. Pero a la mañana siguiente, nos encontramos con la misma escena que la anterior: todas las piedras desmoronadas y esparcidas por el suelo, como si un elefante se hubiese estrellado contra el muro mientras el mortero aún estaba fresco. Desconcertados, nos asomamos afuera y miramos alrededor, a lo ancho de aquel erial que dormía en la orilla del Lete, y sólo encontramos una pobre casita de tejas viejas, tendida sin abrigo en la desolada llanura. Resignados, comenzamos otra vez el trabajo, con la esperanza de que esta vez las cosas sucediesen sin inconvenientes.

Cuando por tercera vez vimos terminado un trecho de la cerca, nos sentimos aún más orgullosos que la vez anterior, pues la práctica nos había ayudado a afinar la colocación de las piedras y a mejorar nuestras habilidades para proseguir la obra. Pero a la mañana siguiente, después del necesario descanso, volvimos a encontrarnos con la cerca derruida, vencida por una misteriosa fuerza mientras el cemento aún se encontraba fraguando. Bastante disgustados, nos asomamos otra vez a la llanura para encontrar alguna pista. Y nos encontramos a una lugareña que parecía venir a nuestro encuentro: traía la advertencia de que el habitante de la casita de teja, un anciano de malas pulgas, estaba haciendo aquello porque le molestaba nuestro muro.

En aquella ocasión reconstruimos la cerca a toda prisa, sin muchos miramientos, poniendo los cascotes unos sobre otros de cualquier manera. Al caer la noche nos quedamos despiertos, agazapados a la luz de la luna tras unos arbustos, esperando que apareciese el supuesto responsable de los destrozos. Efectivamente apareció, con paso lento más por decrepitud que por sigilo, armado con un gran palo que le servía para palanquear las piedras por entre los huecos que dejaban. Una vez que echó abajo la cresta del muro, salimos de nuestro escondite y lo abordamos. Su rostro realmente se desencajó al vernos venir y pareció muerto de miedo.

Le preguntamos que por qué tiraba el muro. El viejo exclamó entonces que no era él, se sacó la gorra y la tiró al suelo, y saltó varias veces sobre ella mientras juraba repetidamente por Dios que él no había sido. Nosotros le dimos una paliza salvaje; después nos felicitamos por el avance de la obra y nos fuimos a dormir.


Foto: murallas de Constantinopla, en Estambul [fuente].

30 de abril de 2011

La aspillera

Me ha parecido tener siempre un buen sentido de la orientación y una relativa facilidad para la comprensión del espacio y su representación, como por ejemplo para leer planos o para realizarlos espontáneamente y con razonable fidelidad. De pequeño quería ser arquitecto, y acostumbraba a usar los pósters para dibujar por su parte de atrás el plano de inmensas ciudades imaginarias. Aunque no llegué a tanto, hoy me dedico mal que bien a estudiar lo que producen los arquitectos, y en esto, por muy fantasioso que sea uno, se exige un planteamiento diáfano y objetivo.

Pero, desde que la conocí, aquella casa encerraba para mí misterios estructurales, rarezas, incongruencias que aún hoy mantengo sin despejar. Todo nacía de que aquélla no era la obra de un arquitecto, sino un amasijo orgánico e intuitivo de aditamentos de épocas distintas, revelados con toda franqueza al exterior en tres tramos desiguales de pared. Por lo tanto, siempre se me resistía a aplicarle la lógica de los edificios de viviendas que conocía en la ciudad, particularmente en lo que se refiere a la modulación y compartimentación del espacio.


En el muro oriental de la casa, en el segmento de pared con mejores sillares y a la altura de la planta alta, había un ventanuco estrecho y alargado, inaccesible desde fuera, pero también desde dentro. Mi padre, en su línea de explicaciones peliculeras, nos dijo que era una ventana desde la que, en otros tiempos, los habitantes de la casa disparaban flechas a los enemigos. Sin embargo, es evidente que aquel hueco nunca tuvo un carácter defensivo, por más que se pareciese a una típica saetera de las fortalezas, y por más que fuese –como fue sin ninguna duda– modelo para mis dibujos de castillos medievales, siempre tan atentos al efecto de abocinado. No era defensiva porque estaba en una casa de labranza, y además no era ni mucho menos la única de la comarca.


Pero esta función ya se me aclaró pronto cuando escuché a uno de los habitantes de la casa referirse a aquel lugar como “la despensa vieja”. Era fácil de comprender que aquella ventana había servido de respiradero para una despensa alta, en la planta de vivienda, antes de
perder la función por el traslado de la despensa a la planta baja. Lo que no comprendía era por qué aquella habitación había quedado tapiada e inutilizada detrás de una fila de armarios, y por qué ningún adulto quería hablar sobre ella y mucho menos mostrarla. Seguro que tenía una explicación simple y prosaica, pero no se molestaron en dármela, seguramente porque ellos no le daban importancia o no comprendían mi curiosidad, y contentármela les suponía un esfuerzo improductivo.

Así que aquella estancia permaneció allí sellada durante muchos años mientras se desarrollaba la vida en el resto de la casa, al modo de las inaccesibles cámaras supraabsidales de algunas iglesias prerrománicas, quizá morada de ermitaños. Yo quería ver una puerta, un vestigio de alguna entrada, pero a mí me los referían de maneras vagas y abstrusas, o me los señalaban en zonas imposibles, como en el desván, o por encima de la cocina, o incluso a través de un armario. Por mi parte, busqué sin éxito alrededor del supuesto perímetro de la habitación, hasta el punto de que llegó a parecerme que estaba tan achicada entre el medianil y la habitación contigua que no había espacio para ella, ¡que realmente no existía!

Al final, tuve que conformarme con contemplar muchas veces desde fuera aquella aspillera y con buscar en la oscuridad de su hueco el camino de entrada. Hasta que un día me pareció que unos ojos cenicientos, felinos y chispeantes emergían de la negrura. Aquella extraña alucinación infantil me hizo salir corriendo, y nunca volvió a repetirse, pero fue suficiente para hacerme comprender que quienes allí moraban no querían intrusos; querían llevarse los secretos a la tumba.


Foto: la aspillera, tal como se veía en 2009.

17 de abril de 2011

El embudo

El buen ánimo proviene de la gestión fluida de los tiempos de la vida, es decir, de una fina adecuación entre el reloj mental y los ritmos de las cosas alrededor. Dormirse, ir con retardo, chocarse de frente con la hora real sin saber qué narices se ha estado haciendo durante días enteros es un síntoma evidente de falta de salud. Quedarse mentalmente anclado en una acción impide responder con lucidez y proporción a las necesidades presentes; toda respuesta es lenta, retardada, terriblemente esforzada, y el mundo alrededor se aparece vertiginoso, ininteligible, como si a uno lo pusiesen de repente a tocar en medio de una orquesta sin remota idea de lo que se está interpretando. El retardo, la falta de eficiencia, el desajuste con los tiempos normales de las cosas (el sol, la ciudad, el tráfico, las plantas) sólo puede entenderse como una disfunción de los mecanismos naturales.

Así, en las pocas ocasiones en que uno atina a subirse al tren en hora, se produce un mágico reenganche con el mundo. Se trata de una cuestión estrictamente musical que permite recobrar el aliento, retomar el pulso de la vida, ponerse al día y disfrutar larga y separadamente de cada segundo. En ese momento se desata un estremecimiento eufórico que, con forma de globo de hidrógeno, sube desde el pecho hacia la boca. Es una oportunidad que no debe perderse lanzándose a la ola precipitadamente: hay que mimar el delicado ascenso del globo para
que nuestro reloj, loco y sin pauta, no se descuelgue; o acaso, ya que es un remolque muy grande y muy pesado, no se lance inercialmente hacia delante atropellándolo todo, como un caballo que se asoma a la cabeza de la carrera pero que se descalabra antes de terminarla. Entonces, cuando el globo se encuentre en un sitio muy céntrico del pecho, hay que irlo apretando lentamente para que, como una esponja que se escurre, su energía se vaya infiltrando en la sangre del cuerpo, adecuando sus efectos al momento y prolongándolos en el tiempo.

El ritmo del alma viene dado, cambia como el aire y no puede manipularse con argumentos de razón que, como este post, no pasan de ser una simple representación del problema. Aún así, recordar que tenemos tiempo, que no somos independientes de las cosas ahí fuera sino que somos las cosas mismas, demuestra que, aunque podamos establecer un sistema contrario al mundo, no puede funcionar. Mientras haya un resquicio, lo mejor es intentar contagiarse del compás de las cosas cotidianas y tejer sobre él nuestra canción, así podremos seguir la película de corrido y sin necesidad de pausarla a cada poco, hasta ser quizá un día uno de esos ancianos que se recrean en mirar, como si acaso pudiesen entenderlo todo.


Quedarse atascado en la relación con el mundo es, en mi caso, consecuencia de un 'efecto embudo': cuando el canal no tiene la suficiente capacidad, las cosas se van quedando fuera haciendo cola, en estado de espera, y cuanta más cola hay, menor es la capacidad reactiva al medio y mayor la lista de obligaciones desatendidas. Dado que todo parte de un problema de ritmo, la música frecuentemente aligera ese peso, abre las puertas y ensancha el cauce del río para que entre mansamente el abismal acorde del mundo. Desde que todo se digiere en el acto, hay una buena oportunidad para prestar atención a las cosas alrededor, porque todas sus ondulaciones se aparecen entonces rítmicas, hermosas y llanamente comprensibles.

Foto: evacuación de Houston por el huracán Rita en 2005 [fuente].

31 de marzo de 2011

La boda (fantasía histórica #2)

La única vez que se abrieron las puertas al público, el camino adoptó unas galas deslumbrantes e insólitas: todo a lo largo se colocaron muchos arcos de mimbre entrelazados de guirnaldas y en su base cestas llenas de flores y caramelos.

Por allí entraron camareros, panaderos, pasteleros y floristas, carros surtidos de manjares y de vino, y finalmente una procesión de invitados de toda la comarca y de más allá, prontos a comprobar la resistencia del piso de la torre.

Todo ello para recibir, con su cortejo, al pretendiente de la hija del señor, un caballero tan rico como cruel, que por la tarde recorrió con la novia los arcos del camino de vuelta, y en cuyo recuerdo se sustituyó la dehesa por una plantación de 624 pinos perfectamente alineados a razón de 39 por 16 el lado.


*Imagen: Hermanos Limbourg, Las muy ricas horas del Duque de Berry, mes de agosto (ca. 1412-16)

15 de marzo de 2011

El circo volante

Decía uno de los habitantes de la casa que aquella antigua viña, cubierta entonces casi toda de verde pasto, bordeada por un ceniciento rincón de raquíticas cepas y cercada al fondo por el bosque, era un lugar idóneo para el aterrizaje de una escuadrilla. Solía decir esto en las tardes de domingo, mientras el sol se ponía por entre los árboles, contemplando desde lo alto del campo, con pose de terrateniente, las infinitas posibilidades de tanto espacio.

Parecía subir allí arriba por el mismo impulso que Amarillo, con el ansia de respirar el aire todo; y allí firme, los brazos caídos, la mirada perdida en el abismo, era capaz de ver un campo de aviación.


Para darle forma a su visión, después de cada experiencia construía una especie de molinillo de viento para el huerto. A estas tarabelas, destinadas en principio a espantar a los pájaros con su ruido de matraca y sus aspas de tabla, pronto las fue diseminando por la era para que presidiesen en formación el extenso prado. Y así podía descubrir cada domingo, en aquel coro vacilante y monótono, las silbantes hélices de un circo volante.


Foto: biplano cuatrimotor de Imperial Airways (1931) [fuente]

28 de febreiro de 2011

El modelo del caracol (2/2)

[Viene de aquí] Otra alternativa contra la crisis es el ascetismo militante, también de largo recorrido histórico. Las crisis son épocas espirituales, de búsqueda de la austeridad y de desprecio de lo material o, dicho de otro modo, de la resentida moral del sacerdote, ansioso del Apocalipsis. De nuevo es en el siglo IV cuando parece ponerse de moda el eremitismo en el desierto, y desde entonces, bien en soledad o formando cenobios, el cristianismo expresa muchas veces su rechazo del mundo, entendido éste como su experiencia sensible, concreta y puramente circunstancial. Versión comunitaria, menos radical que la de los primeros anacoretas cristianos, es la del monacato, que cede a la organización en sociedad para la obtención de una serie de mejoras materiales, como la legitimación por el grupo o el amparo de una respetable arquitectura.

Pero la vida en sociedad del monje pronto suele infundirse de las ansias mundanas, y constantemente aparecen en las órdenes movimientos reformistas que, a la vista de las galas apañadas por los religiosos viejos, fundan nuevas congregaciones o refundan las viejas en la observancia. Hoy, no obstante, no deben de quedar muchas ganas de reformar nada por si acaso se finiquita lo poco que queda.
Con el triste y aburrido futuro que promete la vida de monje, no parece excesivamente frívolo solucionar los problemas de subsistencia a través del ora et labora benedictino.

Más frívolo es decir a veces, en un acto de debilidad, que mejor se estaría en la cárcel, que quizá hacer una gamberrada no cueste tanto y que bien vale la pena por entrar en el trullo, un lugar donde están garantizados alojamiento y manutención y donde las obligaciones son más bien pocas. Lo que pasa es que, según dicen, tiene la terrible desventaja de que sólo se sobrevive haciendo amigos, sea para disuadir a las fieras o para recibir trato de favor, lo mismito que allá fuera. Aunque hay que valorar positivamente la rutinización de la vida y, por lo que se dice, el confort de las instalaciones, resulta una falla la ausencia de jardines, que hace que no haya color con los claustros de la vida monástica.

Cualquiera de estas salidas puede ser dolorosa, pero la peor de todas es el vagabundeo, la pérdida de toda suerte de hogar, una experiencia que da como resultado extremo un ser tan ascético como el monje: aquel que milita en su indigencia con la sensación de que ya nada en el mundo puede lastimarlo, pues como mucho existen el hambre, el frío, el aplastamiento y al cabo la muerte, cosa que todo lo neutraliza. Las penalidades de la indigencia son hoy típicas del mundo urbano; pero allá fuera, lejos de los cajeros automáticos, existe toda una historia de individuos errantes todavía fresca.

El vagabundeo rural, en la breve forma en que lo conocí y lo puedo recordar, tenía por protagonistas a ancianos autóctonos, todos ellos con ciertas taras reales o atribuidas, como si fuesen herederos de aquellos ciegos que describía Castelao. Uno de ellos era Pepe do Rego, que se aparecía periódicamente con su oscura silueta, siempre empapado en vino, subiendo por el campo de la antigua viña. Traía un paraguas con una empuñadura de madera finamente tallada y, mientras se sentaba un rato en la era, lo dejaba clavado verticalmente a su lado. Más vagabundo que mendigo, solía darnos a mi hermano y a mí una peseta cuando nos veía. Pepe apareció muerto un día desbarrancado en un regato, dicen que por tanto beber, acogiéndose así al más típico final de los perdedores rústicos. Otro personaje, que en este caso no conocí, fue Severino de Agurdión, un tartamudo del que mi abuela contaba que se paseaba por las aldeas a menudo con la misma petición: "se me dera... se me dera... se me dera... unha chocolateira vella sen cú, que non vertera, para beber auga das fontes...".

Sea en la forma que sea, el único retiro bueno, liberador, es el que viene por convicción y voluntad propias, y no por el ariete de la policía. Renunciar a subirse al tren y escoger vivir en un barril con lo imprescindible: eso es tener, según los más extrovertidos, la graciosa enfermedad del ermitaño.

Imagen: Castelao,
Cego da romería (1913)

14 de febreiro de 2011

El modelo del caracol (1/2)

Casi como broma, llevaba un tiempo recopilando ideas para hacer frente a la crisis económica; no realistas ni de espíritu emprendedor, sino enfocadas a publicar una entrada, y por lo tanto acordes con la actitud retraída de este blog. Hace poco ha dejado de parecerme una broma cuando, al bajar a pasear junto al río, me he encontrado a un señor de unos cuarenta años, quizá ecuatoriano, cazadora de cuero, vaqueros y zapatos de suela. Este señor, armado con una serie de precarias cañitas de madera, venía de pesca lo mismo que esos otros que se calzan botas hasta la cintura y van con el chaleco, y tal era su convicción que no parecía que lo hiciese por primera vez.

Obviamente, yo no tengo ninguna recomendación seria contra una crisis que no entiendo, porque es cuestión de dineros, una cosa que aspira a medi
atizar nuestro acceso a todo lo que existe en el mundo, como fervientemente se afanan en conseguir los profesionales de las finanzas desde hace muchos siglos. Pero no hay que ser economista para entender que, pese al dinero, la vida sigue ahí delante, ajena a toda crisis, y sigue siendo la misma de siempre; fuera de las miserias de la civilización, la naturaleza sigue ahí fuera, con intacto potencial, y ante sus mejores monumentos se aparece el dinero como una parte pequeña y estúpida del paisaje. Hay objetivos simples y obvios para los que resulta difícil entender que medie forzosamente el dinero, como por ejemplo la supervivencia, y parece increíble que nuestras ataduras sean tan fuertes como para impedirnos hacerlo llegado el momento.

Sin ánimo de tomar a broma el sufrimiento de nadie, y recordando que son muchos en el mundo los que viven desesperados en la indigencia, sólo quiero repasar con el ansia de un fugitivo algunas maneras más o menos históricas de resetear:

Una forma común de replegarse es abandonar la ruidosa urbe para buscar oxígeno en el mundo exterior, comúnmente expresado como "irse a cuidar cabras al monte". Por lo menos una vez en la historia se produjo un masivo abandono de la ciudad en respuesta a una situación económica catastrófica: durante el lento y penoso colapso del Imperio Romano. Por entonces, la vuelta al campo debió de verse como un mal menor, la mejor oportunidad de sobrevivir frente a unas ciudades paralizadas comercialmente, decadentes y ominosas. Hoy tampoco falta quien presume de no notar la crisis por vivir en la aldea, "porque no campo, se traballas, non pasas fame"; sin embargo, otros se quejan de las generaciones que ha costado salir de la tierra, como para tener que volver, apenas construido en Galicia un modesto sistema urbano, ¡promesa de progreso!

Para el burgués ingenuo que no conoce la verdadera vida del campo, pero que no obstante lo valora románticamente, la ruralización tiene una ventaja aparente: el campo es tan grande que uno puede vivir libre de sumisiones a otras personas, de ataduras políticas, como en una especie de Arcadia mítica. La realidad es que el campo está parcelado y repartido, y sólo podría habitarse libremente -por ejemplo, sin la vigilancia del Seprona- en caso de que el Estado se debilitase hasta tal punto de no poder ejercer el poder sobre su dominio, en cuyo caso, no obstante, aparecerían otros poderes de sustitución, como gánsters y señores feudales, del modo en que aparecieron en la Edad Media o en las tierras colonizadas del Salvaje Oeste americano. Por otro lado, es improbable que algún día se inicie la colonización de otro planeta sin que previamente se lo hayan repartido los imperios establecidos, o, en su defecto, sin que el listo de turno, aprovechando que se ha labrado una tropa de esbirros, establezca una ley conveniente a sus
intereses.

Al margen de estas trabas, la vida del campo implica un trabajo duro pero por lo general suficiente para la subsistencia. La mayoría de las hambres del campo tienen su origen en la apropiación de las cosechas por entidades ajenas a su trabajo, a través de rapiñas o de las diversas formas de saqueo que legaliza el poder de turno. Es cierto que el hombre tiende a ampliar sus lujos y comodidades, pero en situaciones difíciles, como la del Bajo Imperio, el campo parece ser garantía de unos mínimos. En este sentido pensaba John Seymour, autor en 1978 de
El horticultor autosuficiente, donde además de recoger muchos de los conocimientos de nuestros abuelos sobre los ciclos agrícolas -que quizá no convenga olvidar-, pone de manifiesto una ideología de repliegue que siempre se fortalece en las épocas de incertidumbre y carestía. Una de las corrientes más populares de este tipo en la actualidad es la que se denomina decrecimiento, una filosofía que muchos consideran escandalosa porque aboga por la detención absoluta del crecimiento económico -históricamente entendido como progreso- y aún la vuelta unos cuantos años atrás, y porque alberga en su seno la defensa de una "vida sencilla", en abierta contradicción con la esencia de nuestro sistema. El concepto de este movimiento está simbolizado por el caracol, un animal cuya concha desarrolla siempre las espirales justas, pues tan sólo una más la volvería disfuncional. [continúa]

31 de xaneiro de 2011

Evasiva #2

Hay montañistas que describen el mejor momento del ascenso como aquél en el que encuentran el equilibrio del dolor. Se trata, según dicen, de un delicado estado del alma que salta como un resorte al acariciar muy sutilmente el filo del agotamiento, cuidando no excederlo. A partir de ese momento, las piernas marchan solas, con ritmo imperturbable, como si se hubiese conectado un sistema energético de emergencia. Y mientras el cuerpo ejecuta su tarea, la mente parece salirse fuera hasta el punto de poderse ver uno mismo desde las alturas, formando parte insignificante de la montaña.

Fotografía por Moncho Vila, Hacia el volcán Ilinizas (Ecuador, 2010)

16 de xaneiro de 2011

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Camino de los cinco años de campamento, es obligado seguir posteando con la terqueza con que Locke, el personaje de Perdidos, intentaba convencernos temporada tras temporada de que al final todo tendría sentido. Por más que se hayan cerrado unas cuantas tramas, el paisaje no se agota, pues no se pasa como ante la ventanilla de un tren; al contrario, lo que interesa es el firmamento estrellado, susceptible de observarse con tiempo y zoom indefinidos.

El objetivo es dar con alguna supertierra en el abismo celeste por pura insistencia en recorrer siempre las mismas galaxias; encontrar alguna melodía maravillosa a base de desparramar vagas sonoridades sinfónicas. Una frase improvisada de alguien medianamente lúcido basta para dejar en evidencia lo que aquí se cavila en un año, pero quizá la cosa mejore en diez. No se trata de compensar con pertinacia la evidente falta de talento y de reprís, la total ausencia de buenas ideas e intuiciones; sino de crear un producto esencialmente distinto al del genio, no basado en la distancia recorrida, sino en el volumen de tierra removida.

La tarea se parece a la de uno de esos tractores que tanto molestan cuando aparecen circulando por el arcén con su luz de emergencia: muchas veces vuelven de escarbar otra vez la misma finca con la esperanza de que falte menos para que aflore la escotilla.

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