Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

15 de novembro de 2011

Entretenimiento y caducidad (I)

Notas para una teoría del videojuego como objeto artístico (1ª parte)

La relación que una persona mantiene con los objetos que la rodean a lo largo de su vida condiciona en buena medida su idea de belleza. Así que no es de extrañar que, en una época donde proliferan las realidades virtuales con función lúdica, sean muchos los que han empezado a hablar de la novedad de turno para su consola como "obra de arte" u "obra maestra", entre otras coletillas traídas del mundo de la crítica y que revelan una voluntad de interpretar el objeto en función de cualidades estéticas.

Comprendo bien esta inclinación, pues los espejismos de la pantalla me han hipnotizado desde pequeño con más virulencia que el cine, sobre todo porque en ellos ya se anunciaba desde temprano la posibilidad de vivir otra vida, a cada generación tecnológica con mayor libertad y complejidad, y siempre con el aliciente de que cualquier error quedaba neutralizado por el carácter simulado de la experiencia.





Vídeos 1 y 2: capturas de Ultima VI: El falso profeta (Origin Systems, 1990) y The Elder Scrolls V: Skyrim (Bethesda, 2011). El videojuego de rol ha sido desde bien pronto un producto para la evasión a través de la construcción de universos alternativos. La misma voluntad evasiva está presente en los más recientes títulos, pero cada vez más a expensas de la concreción y del naturalismo del escenario.


Sin embargo, el videojuego como género audiovisual independiente no se presta con facilidad a ser valorado como
objeto de arte en sí mismo, al menos en el sentido más estricto del término. Esto no quiere decir que no posea en absoluto cualidades artísticas, sea en el aspecto técnico o creativo, sino solo que estas cualidades parecen a simple vista parciales, accesorias o de segunda fila, subordinadas al eje principal sobre el que gira todo, el entretenimiento, un fenómeno que hoy lamentablemente se confunde con una experiencia estética, es decir, con una forma de vivencia de la belleza.

Los principales problemas que presenta el más brillante videojuego que podamos encontrar en el mercado para poderlo equiparar a la idea del arte que encarnan aún hoy el cine, la música o la literatura se organizan a mi juicio en torno a dos grandes cuestiones:

La primera cuestión es, como ya dijimos, la relacionada con el entretenimiento, fenómeno típico de la cultura contemporánea al que tercamente se trata de incorporar un sentido estético: "tal película o tal libro son buenos porque entretienen". Sin embargo, es obvio que el entretenimiento por sí mismo no es suficiente para dotar a un objeto determinado de calidades artísticas, aunque pueda convivir con facilidad en uno que sí las tiene. El entretenimiento es comparable al valor utilitario de la primera de todas las artes, la arquitectura: está presente en la mayor parte de los casos, pero no es suficiente por sí solo para que un cobertizo cualquiera adquiera el valor de arquitectura. De modo similar al del videojuego, el cine es concebido muchas veces como mero pasatiempo, y de hecho no toda película adquiere el valor de cine. El ejemplo más radical y fácil de entender es el del cine porno, cuya dimensión utilitaria monopoliza cualquier cualidad estética que pueda atisbarse, y por lo tanto reclama del espectador simples juicios de gusto, mecánicos y no reflexivos. Hablamos aquí de productos cerrados, ensamblados con un significado rígido y acabado, porque toda interpretación viene de serie insertada en el producto.

La idea de "juego" implica ante todo entretenerse -también en algunos casos aprender-, y sólo después viene todo lo demás. Este entretenimiento proviene de un curioso factor que se ha dado en llamar jugabilidad y que es el puntal básico para que un videojuego funcione como tal, mientras que sin este puntal hablaremos de cualquier cosa, pero no de un videojuego. La pregunta es: ¿cómo puede ser la jugabilidad una virtud estética o artística?

El videojuego posee otro elemento singular, derivado de su naturaleza informática: debe ser desarrollado en una gran proporción por técnicos, es decir, especialistas encargados de su programación y no necesariamente implicados en el proceso creativo. Al igual que una obra de ingeniería, un videojuego no es una obra espontánea, estrictamente creativa o producto de la mera inspiración individual. En este sentido, de un modo similar al del cine, los productos resultantes son casi siempre de naturaleza colaborativa y entre ellos las obras de autor puras son realmente escasas. Pero en el videojuego la parte técnica es tercamente omnipresente: se pone de manifiesto la dificultad para delimitar y cuantificar el papel del técnico y de sus recetas entre tanto supuesto alarde visual; es decir, nunca está claro cuál es el reino del genio y cuál el de la máquina. Lo que sí está claro es que un videojuego es algo más que la superficie de su resultado, de la partida en sí, y atender solamente a eso es tan miope como reducir un puente portentoso a las veces que lo hemos recorrido por su calzada.

Sin duda, la audiencia del producto condiciona también su consideración entre el conjunto de las artes. El cine, por ejemplo, goza de una masa crítica lo suficientemente fuerte y amplia como para dotar al género de un alto nivel de prestigio. Es gente que, como especialista o como aficionada, habla y escribe sobre cine con un nivel de exigencia elevado, porque considera la reflexión estética una parte imprescindible de la vivencia de este arte. Los videojuegos en cambio llaman por lo general a un público muy distinto que normalmente se enfrenta al objeto oponiendo resistencia al juicio estético y sustituyéndolo por simples juicios de gusto, indiscutibles como decir que "me gusta el café". La mayoría acaba quedándose con la adictividad de la acción, poniendo como coartada unos gráficos espectaculares, una brillante música o incluso una buena historia. Para colmo, la valoración final del producto está condicionada por un factor más que problemático: la habilidad del propio jugador, quien malamente puede sacar algo en claro de la ficción que se le ofrece si es un competidor inútil, porque el exceso de sensibilidad no compensa la falta de reflejos.

Lógico: el videojuego, tal y como triunfa hoy, no puede usarse como punto de partida para la reflexión libre y detenida, al contrario que el cine, y si ésta se anuncia tímidamente en algún momento, rápidamente queda apabullada por la apremiante mecánica de la competición, por lo general matar y sobrevivir, y que superada la novedad suele convertirse en tiránica monotonía.
Curiosamente este aspecto mecanizado de la interacción prevalece en muchos juegos desde hace treinta años, pese a sus paulatinas mejoras visuales y argumentales. El usuario sigue afiliado al mismo ejercicio con el incentivo de la innovación escenográfica, y así lo que en un principio puede aparecer como un inmenso y profundo universo imaginario acaba minimizado y sometido a la dinámica narcótica del mata-mata. Que esta faceta pese tanto en el conjunto, y que de hecho constituya el videojuego propiamente dicho, supone un verdadero problema para juzgarlo como objeto artístico de por sí, lo que no impide considerarlo a veces como un objeto con una cierta dimensión artística, merecedora incluso de un sobresaliente.

El videojuego padece en este sentido un gran lastre simplificador. Algo de esta opinión está reflejado en un conocido manual de historia del arte, donde el profesor Jaime Brihuega hace referencia a un viejo juego de recreativas llamado Operation Wolf (Taito, 1987), al que califica de "producto miserable". De él dice que "a la imagen infográfica del videojuego se le tolera un raquitismo estético, literario y ético que los mismos usuarios considerarían inaceptable en otros órdenes de la cultura visual". Pero, en lo que respecta al plano formal, hoy no sería tan fácil sostener la acusación de raquitismo, dado el abismo acumulado por años de paulatinas mejoras gráficas, aún en pos de seguir machacando el mismo botón.

Es sabido que cada nueva técnica supone volver a aprender a pintar. Con el ordenador, un medio absolutamente nuevo, el hombre tuvo que construir desde cero las técnicas de representación del mundo, y así recorrió en treinta años desde el esquematismo del neolítico hasta el más escenográfico tenebrismo barroco, pasando por paisajes abstractos y por vedutas tan empíricas como las de Canaletto. Hoy sin duda muchos juegos son formalmente ricos y naturalistas, y constituyen representaciones exitosas del mundo sensible y sus fenómenos, emulando con credibilidad la experiencia visual al aire libre, todo ello al margen de que puedan palidecer ante el poco novedoso automatismo de la batalla. Este crecimiento gráfico nos introduce en la segunda gran anomalía del videojuego como objeto artístico: la obsolescencia programada. [sigue aquí]




Vídeos 3 y 4: capturas de Operation Wolf (Taito, 1987) y Battlefield 3 (EA Digital Illusions, 2011). La evolución de los shooters a lo largo de más de 20 años no está tanto en su mecánica de interacción, que por lo general se mantiene intacta, como en la decidida carrera por representar con el mayor detallismo -visual y acústico- la experiencia subjetiva del combate y su armamento. En este sentido, más que la naturaleza, el referente es la imagen televisiva de la guerra moderna.

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