Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

30 de abril de 2011

La aspillera

Me ha parecido tener siempre un buen sentido de la orientación y una relativa facilidad para la comprensión del espacio y su representación, como por ejemplo para leer planos o para realizarlos espontáneamente y con razonable fidelidad. De pequeño quería ser arquitecto, y acostumbraba a usar los pósters para dibujar por su parte de atrás el plano de inmensas ciudades imaginarias. Aunque no llegué a tanto, hoy me dedico mal que bien a estudiar lo que producen los arquitectos, y en esto, por muy fantasioso que sea uno, se exige un planteamiento diáfano y objetivo.

Pero, desde que la conocí, aquella casa encerraba para mí misterios estructurales, rarezas, incongruencias que aún hoy mantengo sin despejar. Todo nacía de que aquélla no era la obra de un arquitecto, sino un amasijo orgánico e intuitivo de aditamentos de épocas distintas, revelados con toda franqueza al exterior en tres tramos desiguales de pared. Por lo tanto, siempre se me resistía a aplicarle la lógica de los edificios de viviendas que conocía en la ciudad, particularmente en lo que se refiere a la modulación y compartimentación del espacio.


En el muro oriental de la casa, en el segmento de pared con mejores sillares y a la altura de la planta alta, había un ventanuco estrecho y alargado, inaccesible desde fuera, pero también desde dentro. Mi padre, en su línea de explicaciones peliculeras, nos dijo que era una ventana desde la que, en otros tiempos, los habitantes de la casa disparaban flechas a los enemigos. Sin embargo, es evidente que aquel hueco nunca tuvo un carácter defensivo, por más que se pareciese a una típica saetera de las fortalezas, y por más que fuese –como fue sin ninguna duda– modelo para mis dibujos de castillos medievales, siempre tan atentos al efecto de abocinado. No era defensiva porque estaba en una casa de labranza, y además no era ni mucho menos la única de la comarca.


Pero esta función ya se me aclaró pronto cuando escuché a uno de los habitantes de la casa referirse a aquel lugar como “la despensa vieja”. Era fácil de comprender que aquella ventana había servido de respiradero para una despensa alta, en la planta de vivienda, antes de
perder la función por el traslado de la despensa a la planta baja. Lo que no comprendía era por qué aquella habitación había quedado tapiada e inutilizada detrás de una fila de armarios, y por qué ningún adulto quería hablar sobre ella y mucho menos mostrarla. Seguro que tenía una explicación simple y prosaica, pero no se molestaron en dármela, seguramente porque ellos no le daban importancia o no comprendían mi curiosidad, y contentármela les suponía un esfuerzo improductivo.

Así que aquella estancia permaneció allí sellada durante muchos años mientras se desarrollaba la vida en el resto de la casa, al modo de las inaccesibles cámaras supraabsidales de algunas iglesias prerrománicas, quizá morada de ermitaños. Yo quería ver una puerta, un vestigio de alguna entrada, pero a mí me los referían de maneras vagas y abstrusas, o me los señalaban en zonas imposibles, como en el desván, o por encima de la cocina, o incluso a través de un armario. Por mi parte, busqué sin éxito alrededor del supuesto perímetro de la habitación, hasta el punto de que llegó a parecerme que estaba tan achicada entre el medianil y la habitación contigua que no había espacio para ella, ¡que realmente no existía!

Al final, tuve que conformarme con contemplar muchas veces desde fuera aquella aspillera y con buscar en la oscuridad de su hueco el camino de entrada. Hasta que un día me pareció que unos ojos cenicientos, felinos y chispeantes emergían de la negrura. Aquella extraña alucinación infantil me hizo salir corriendo, y nunca volvió a repetirse, pero fue suficiente para hacerme comprender que quienes allí moraban no querían intrusos; querían llevarse los secretos a la tumba.


Foto: la aspillera, tal como se veía en 2009.

17 de abril de 2011

El embudo

El buen ánimo proviene de la gestión fluida de los tiempos de la vida, es decir, de una fina adecuación entre el reloj mental y los ritmos de las cosas alrededor. Dormirse, ir con retardo, chocarse de frente con la hora real sin saber qué narices se ha estado haciendo durante días enteros es un síntoma evidente de falta de salud. Quedarse mentalmente anclado en una acción impide responder con lucidez y proporción a las necesidades presentes; toda respuesta es lenta, retardada, terriblemente esforzada, y el mundo alrededor se aparece vertiginoso, ininteligible, como si a uno lo pusiesen de repente a tocar en medio de una orquesta sin remota idea de lo que se está interpretando. El retardo, la falta de eficiencia, el desajuste con los tiempos normales de las cosas (el sol, la ciudad, el tráfico, las plantas) sólo puede entenderse como una disfunción de los mecanismos naturales.

Así, en las pocas ocasiones en que uno atina a subirse al tren en hora, se produce un mágico reenganche con el mundo. Se trata de una cuestión estrictamente musical que permite recobrar el aliento, retomar el pulso de la vida, ponerse al día y disfrutar larga y separadamente de cada segundo. En ese momento se desata un estremecimiento eufórico que, con forma de globo de hidrógeno, sube desde el pecho hacia la boca. Es una oportunidad que no debe perderse lanzándose a la ola precipitadamente: hay que mimar el delicado ascenso del globo para
que nuestro reloj, loco y sin pauta, no se descuelgue; o acaso, ya que es un remolque muy grande y muy pesado, no se lance inercialmente hacia delante atropellándolo todo, como un caballo que se asoma a la cabeza de la carrera pero que se descalabra antes de terminarla. Entonces, cuando el globo se encuentre en un sitio muy céntrico del pecho, hay que irlo apretando lentamente para que, como una esponja que se escurre, su energía se vaya infiltrando en la sangre del cuerpo, adecuando sus efectos al momento y prolongándolos en el tiempo.

El ritmo del alma viene dado, cambia como el aire y no puede manipularse con argumentos de razón que, como este post, no pasan de ser una simple representación del problema. Aún así, recordar que tenemos tiempo, que no somos independientes de las cosas ahí fuera sino que somos las cosas mismas, demuestra que, aunque podamos establecer un sistema contrario al mundo, no puede funcionar. Mientras haya un resquicio, lo mejor es intentar contagiarse del compás de las cosas cotidianas y tejer sobre él nuestra canción, así podremos seguir la película de corrido y sin necesidad de pausarla a cada poco, hasta ser quizá un día uno de esos ancianos que se recrean en mirar, como si acaso pudiesen entenderlo todo.


Quedarse atascado en la relación con el mundo es, en mi caso, consecuencia de un 'efecto embudo': cuando el canal no tiene la suficiente capacidad, las cosas se van quedando fuera haciendo cola, en estado de espera, y cuanta más cola hay, menor es la capacidad reactiva al medio y mayor la lista de obligaciones desatendidas. Dado que todo parte de un problema de ritmo, la música frecuentemente aligera ese peso, abre las puertas y ensancha el cauce del río para que entre mansamente el abismal acorde del mundo. Desde que todo se digiere en el acto, hay una buena oportunidad para prestar atención a las cosas alrededor, porque todas sus ondulaciones se aparecen entonces rítmicas, hermosas y llanamente comprensibles.

Foto: evacuación de Houston por el huracán Rita en 2005 [fuente].