Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

30 de setembro de 2011

El despertar del fantasma

Muchas noches, cuando veo la calle desde la ventana o cuando paseo por la concurrida avenida, regreso en sueños a aquel lugar y me imagino cómo se encontrará en ese preciso instante: con toda seguridad solo y en penumbra, sumido en el más absoluto silencio. Y se me antoja un lugar de paz y de perfección, inaccesible y oculto al mundo, de una hierba suave y fragante en la que recostarse sin temores durante largos años.

No hace mucho me encontraba yo, por una serie de circunstancias que no vienen al caso, no muy lejos de aquel lugar cuando cayó la noche. Decidí entonces que era mi oportunidad de hacer del sueño realidad o, más bien, por decirlo así, de comprobar hasta qué punto la estampa en la que yo creía tomaba realmente forma cada noche en aquel lugar misterioso.

Así que me adentré por los viejos caminos que tan bien conocía y desemboqué después de un tiempo detrás de los árboles, en ese amplio territorio sin luces dominado por la casa abandonada. No obstante ahora, al mirar desde los deprimidos prados del norte, los que de día más ensalzaban las vistas, ascendía por las nubes del cielo el machacante relámpago de los aerogeneradores, nuevos dueños de la montaña, desgarrando el delicadísimo resplandor de la luna y el silencio mismo que yo había imaginado.

No por ello me resultó menos sobrecogedora la imagen de aquel gigante abandonado cuando alcancé el viejo campo de los manzanos, al fondo del cual se alzaban los tupidos m
uros de piedra amoratados y las pequeñas ventanas disueltas en la tiniebla. Todo ello se aparecía bajo aquella luz extraña como el antiguo caparazón de un molusco prehistórico, como el retuerto cuerpo de una momia, hueco, fosilizado, progresivamente engullido por la vegetación y por un ejército chirriante de insectos que acudían a infiltrarse en sus destartaladas entrañas.

Ya con mucha dificultad avancé por entre las zarzas y las ortigas, parte anestesiado por la monumental presencia y parte convencido de la benignidad que en último término representaban unos picotazos que no hacían sino iluminar, a golpe de descarga eléctrica, un remolino de recuerdos felices.

Entonces, justo cuando desemboqué en el patio delantero y pude contemplar en toda su
amplitud la sombría fachada, se desató el horripilante sonido de la campana, el atronador e inconfundible bramido del viejo reloj de pedestal, palpitante como por prodigio en el abismo de aquella tumba. Sentí entonces el más simple y puro terror de toda mi vida, un terror vertiginoso que me paró el corazón durante doce campanadas reverberantes y espantosamente familiares.

Imagen: la mansión Derceto, escenario del videojuego Alone in the Dark (Infogrames, 1992)
Ilustración relacionada: Fantasmagoría

16 de setembro de 2011

El verano (II)

Cuando caigo en la tentación de arrepentirme de alguno de mis pasos, cuando me resbalo en los remordimientos que me llevan a preguntarme cuán distinto sería el mundo si no hubiese metido el zueco justo allí, en aquel ridículo bache, me respondo convencido y rotundo que todos y cada uno de mis errores han sido imprescindibles para vivir aquella historia, la mejor de todas las historias, cuyo recuerdo todo viene a compensarlo.

Llegué allí una tarde calurosa de verano, después de sentirme perdido durante cerca de una hora, atravesando un camino de apretada vegetación entre matorrales, pinos, encinas y alcornoques. En aquel punto, el sendero se abría a una especie de desfiladero rocoso y, como si un denso telón se descorriese de repente sobre mi cabeza, la luz y el aire que flotaban por todo el valle se lanzaron repentinamente sobre mí, avivándome de golpe todos los sentidos e
inflamándome de oxígeno el pecho.

Al otro lado de una amplia hondonada se alzaba el castillo que había estado buscando, tan grande que parecía que ya podía tocarlo, y al mismo tiempo inaccesible sobre su loma, separado de mí por las empinadas laderas y por el impenetrable matorral que invadía la cuenca del río que circulaba por el fondo. El camino todavía daba un buen rodeo hasta llegar al edificio, descolgándose lentamente en paralelo al barranco. Excavado durante cientos de
años por las ruedas de los carros, cuyas rodaduras eran todavía muy evidentes, cruzaba el río allá abajo, a través de un puente medieval tupido por la hierba.

El castillo vibraba con su piedra anaranjada a la luz del sol, mientras yo lo contemplaba desde el solitario camino de la falda opuesta. Así hasta que el naranja se fue tornando gris y el sol fue llevándose sus colores por entre los árboles de los montes. Entonces yo me agarré fuerte a la ramita retorcida de un arbusto y me obligué a esperar hasta que el cielo estuviese
completamente negro, decidido a volver a sentir la oscuridad de la noche en la naturaleza, allí por donde nadie pasa.

Poco a poco se iluminan las estrellas, pero no hay luna. De las cosas tan solo va quedando un vago reflejo amoratado. Aparecen los ruidos nocturnos del verano más agreste y se me presenta con emocionante familiaridad el bullicio de los habitantes de la espesura. Inicio la marcha lenta y cuidadosamente por el camino de vuelta. El ruido de mis pasos sobre la hierba se mez
cla con el que produce la desconocida horda de insectos, pájaros y reptiles, sin descartar algo más grande, que pululan en los recónditos laberintos del bosque. Y me siento pequeño, efímero, fácil de confundir con uno de estos seres que nacen y mueren en el monte sin dar noticia a nadie. Caigo en la cuenta de que no estoy solo, y entonces experimento un terror ambiguo, un ansia, una subida de adrenalina como los que gozan con robar en las tiendas o con hacer puenting: en el fondo me siento amparado por este tipo de amenaza invisible.

Tiempo después desemboco en la carretera y la euforia se va poco a poco disipando conforme se van multiplicando las luces de las farolas.

Foto: castillo de Torrenovaes (Quiroga, Lugo).