Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

15 de xuño de 2012

Reinicio

De ninguna manera planeaba extinguir aquí este blog. El día 31 de enero tenía casi terminado un post más con el que pretendía cumplir con la norma autoimpuesta de publicar algo dos veces al mes, algo que no sucede de forma automática o por inercia, sino tras un cierto nivel de forcejeo y de coacción de uno mismo. Esta vez no es que fallase la coacción; sencillamente se cruzaron algunas obligaciones y otros imprevistos de poca importancia que ocuparon el tiempo necesario. Se pasó el día y, después, la motivación de llevar las cuentas en orden dejó de hacer efecto. Una vez perdido el paso, no me importa perderlo poco o mucho, ya puedo relajarme y respirar tranquilo, total el tren ya se ha ido.

Aunque al principio me da rabia, a los pocos días me parece sentir esa liberación que me prometen quienes me aconsejan una actitud despreocupada con la vida: me pregunto qué sentido tiene que me esfuerce en escribir en mi tiempo libre cuando a todas luces escribir (ordenar ideas y calzarles palabras) me rompe la cabeza, me tortura y me harta como pocas cosas, y bien podría confinarlo sólo al ámbito del trabajo. Entonces, la vida feliz se me aparece como algo evidente y natural ante la vista: se trata de la simple actividad de mirar y de sentir lo inmediato, sin la menor aspiración de documentarlo ni de comunicarlo. Ese fino rayo de sol que atraviesa el vidrio de una ventana iluminando todas las motas de polvo a su paso y proyectándolas, como un cinematógrafo, todo a lo largo de la superficie de baldosas de un pasillo, es un acontecimiento que polariza toda la atención como si fuese una rendija de cielo en la gruta más abisal y oscura, y en esa rendija parece que cabe un universo entero.

En ese momento, es un desperdicio dirigir todo el esfuerzo a apropiarse de esa rendija, como si existiese algún espacio, objeto o sentimiento que pudiese pertenecerme para siempre. No hay nada que pueda hacer cuando el rayo de sol me alcanza con el ángulo adecuado, y por lo tanto hay que desprenderse de la grave opresión, de la ansiedad que se desata en el finísimo instante en que todo se aparece ideal. El suave eco, la armonía de la luz y sus reflejos, el olor a tierra húmeda, la montaña y todas las cosas trepando por ella no hay cámara que la capte. No hay que ponerse en guardia ni que salir en zafarrancho; no hay que sacar la cámara, ni anotarlo en ninguna parte, ni angustiarse por carecer en ese momento de la herramienta o de la palabra adecuada para su registro. Toda ansiedad por documentar el momento se basa en dos vanas esperanzas:

1) que la felicidad puede atraparse y revivirse en un documento, y que puede transmitirse a otros vía fotográfica, pictórica o literaria.

2) que es posible demostrar que los escenarios de la felicidad, aunque subjetivos, existen en un presente, al amparo de los sentidos, y no son necesariamente un artificio de la memoria.

Para lo primero es imprescindible una labor de reproducción y transmisión fiel de la fuente, delegando al cabo en el objeto (la imagen, el olor, el sonido) la tarea de suscitar el sentimiento; para lo segundo, es necesario levantar acta de dicho sentimiento en cada presente digno de mención, para estar luego en disposición de ofrecer las pruebas que avalen la lucidez de la experiencia y la ausencia de recreación a posteriori. Esta acción pone énfasis en el registro con fecha y hora de la emoción en sí, reivindicando la felicidad como estado posible y plenamente consciente, resultado de una experiencia singular e intransferible.

Sin embargo, lo primero se revela completamente inútil por cuanto que la descripción del fenómeno es una actividad concienzuda y ardua que ocupa el tiempo que corresponde a su disfrute mismo. Y aún siendo posible su descripción fiel, ésta no transporta emociones siquiera parecidas para todo el mundo. Esto desaconseja dar publicidad al objeto amado, portador de mensajes ambiguos, irrelevante y carente de todo tipo de valor demostrativo de la belleza. Otra cosa sería defender el valor subjetivo de la belleza, levantando acta no de la fuente sino de las consecuencias que provoca: la descripción de la propia emoción, pero sin olvidar registrar la hora del suceso, su duración, el lugar en que se produjo, las condiciones atmosféricas y los síntomas externos visibles y demostrables, tales como lagrimeo, sudoración, temblores, taquicardia, etc. Sin embargo, éste también se revela como un método de resultados caprichosos, donde lo de menos es la credibilidad o la autenticidad de la vivencia, al igual que las pruebas del amor suelen ser indiferentes a su comprensión por los demás, cuando no un motivo para troncharse de risa.

Por lo tanto, es aconsejable terminar este post defendiendo el instante de la felicidad como espacio cerrado y completo en sí mismo, libre de todo vasallaje a voluntades ajenas. Pero sin querer he vuelto a subirme al tren, así que ahora toca apretar los puños y reconocer que también uno tiene la imperiosa necesidad de enterrar a sus muertos que están sin sepultura. Y, mientras sea posible, coronarlos con un discreto monumento junto al camino para que, en lo que tarde en ser devorado por la urbe, pueda provocar en alguien un pequeño destello de emoción y respeto que ilumine sus propios recuerdos. Y esto es lo que viene a continuación.

Caspar David Friedrich, Valle de rocas o La tumba de Arminio (1813-14)

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